Pedro, nada más abrazar la vida religiosa en la Compañía de María, pidió ser enviado a las misiones de Oceanía y desembarcó en la isla Futuna, en el océano Pacífico, en la que aún no había sido anunciado el nombre de Cristo. El hermano lego que le asistía contaba su vida misionera con estas palabras:
«Después de sus trabajos misionales, bajo un sol abrasador y pasando hambre, volvía a casa sudoroso y rendido de cansancio, pero con gran alegría y entereza de ánimo, como si viniera de un lugar de recreo, y esto no una vez, sino casi todos los días.
No solía negar nada a los indígenas, ni siquiera a los que le perseguían, excusándolos siempre y acogiéndolos, por rudos e incómodos que fueran. Era de una dulzura de trato sin par y con todos».
No es extraño que los indígenas le llamaran «hombre de gran corazón». El decía muchas veces al hermano:
En esta misión tan difícil es preciso que seamos santos».
Lentamente fue predicando el Evangelio de Cristo, pero con escaso fruto, prosiguiendo con admirable constancia su labor misionera y humanitaria, confiado siempre en la frase de Cristo: Uno siembra y otro siega, y pidiendo siempre la ayuda de la Virgen, de la que fue extraordinario devoto.
Su predicación de la verdad cristiana implicaba la abolición del culto a los espíritus, fomentado por los notables de la isla en beneficio propio. Por ello le asesinaron cruelmente, con la esperanza de acabar con las semillas de la religión cristiana.
La víspera de su martirio había dicho el mártir:
«No importa que yo muera; la religión de Cristo está ya tan arraigada en esta isla que no se extinguirá con mi muerte».
La sangre del mártir fue fructífera. Pocos años después de su muerte se convirtieron los habitantes de aquella isla y de otras de Oceanía, donde florecen ahora pujantes Iglesias cristianas, que veneran a Pedro Chanel como su protomártir.
Elogio de san Pedro Chanel