Nadie pudo ver ni dar a conocer a Dios, sino que fue él mismo quien se reveló. Y lo hizo mediante la fe, único medio de ver a Dios. Pues el Señor y Creador de todas las cosas, que lo hizo todo y dispuso cada cosa en su propio orden, no sólo amó a los hombres, sino que fue también paciente con ellos. Siempre fue, es y seguirá siendo benigno, bueno, incapaz de ira y veraz; más aún, es el único bueno; y cuando concibió en su mente algo grande e inefable, lo comunicó únicamente con su Hijo.
Mientras mantenía en lo oculto y reservaba sabiamente su designio, podía parecer que nos tenía olvidados y no se preocupaba de nosotros; pero, una vez que, por medio de su Hijo querido, reveló y manifestó todo lo que se hallaba preparado desde el comienzo, puso a la vez todas las cosas a nuestra disposición: la posibilidad de disfrutar de sus beneficios, y la posibilidad de verlos y comprenderlos. ¿Quién de nosotros se hubiera atrevido a imaginar jamás tanta generosidad?
Así pues, una vez que Dios ya lo había dispuesto todo en compañía de su Hijo, permitió que, hasta la venida del Salvador, nos dejáramos arrastrar, a nuestro arbitrio, por desordenados impulsos, y fuésemos desviados del recto camino por nuestros voluptuosos apetitos; no porque, en modo alguno, Dios se complaciese con nuestros pecados, sino por tolerancia; ni porque aprobase aquel tiempo de iniquidad, sino porque era el creador del presente tiempo de justicia, de modo que, ya que en aquel tiempo habíamos quedado convictos por nuestras propias obras de ser indignos de la vida, la benignidad de Dios se dignase ahora otorgárnosla, y una vez que habíamos puesto de manifiesto que por nuestra parte no seríamos capaces de tener acceso al reino de Dios, el poder de Dios nos concediese tal posibilidad.
Y cuando nuestra injusticia llegó a su colmo y se puso completamente de manifiesto que el suplicio y la muerte, su recompensa, nos amenazaban, al llegar el tiempo que Dios había establecido de antemano para poner de manifiesto su benignidad y poder (¡inmensa humanidad y caridad de Dios!), no se dejó llevar del odio hacia nosotros, ni nos rechazó, ni se vengó, sino que soportó y echó sobre sí con paciencia nuestros pecados, asumiéndolos compadecido de nosotros, y entregó a su propio Hijo como precio de nuestra redención: al santo por los inicuos, al inocente por los culpables, al justo por los injustos, al incorruptible por los corruptibles, al inmortal por los mortales. ¿Qué otra cosa que no fuera su justicia pudo cubrir nuestros pecados? ¿Por obra de quién, que no fuera el Hijo único de Dios, pudimos nosotros quedar justificados, inicuos e impíos como éramos?
¡Feliz intercambio, disposición fuera del alcance de nuestra inteligencia, insospechados beneficios: la iniquidad de muchos quedó sepultada por un solo justo, la justicia de uno solo justificó a muchos injustos!
Carta a Diogneto 8,5-9,6