De los nombres de Cristo: Amado

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Es llamado Cristo El Amado en la santa Escritura, como parece, por lo que diré. En el libro de los Cantares la aficionada Esposa le llama con este nombre casi todas las veces. Isaías, en el capítulo 5, hablando del mismo y con el mismo, le dice: «Cantaré al Amado el cantar de mi tío a su viña». Y acerca del mismo profeta, en el capítulo 26, donde leemos: «Como la que concibió, al tiempo del parto vocea herida de sus dolores, así nos acaece delante tu cara» ; la antigua traslación de los griegos lee de esta manera: «Así nos aconteció con El Amado». Que como Orígenes declara, es decir que El Amado, que es Cristo, concebido en el alma, la hace sacar a luz y parir lo que causa grave dolor en la carne, y lo que cuesta, cuando se pone por obra, agonía y gemidos, como es la negación de sí mismo. Y David, al salmo 44, en que celebra los loores y los desposorios de Cristo, le intitula Cantar del Amado. Y san Pablo le llama el Hijo del Amor, por esta misma razón. Y el mismo Padre celestial acerca de san Mateo le nombra su Amado y su Hijo. De manera que es nombre de Cristo éste, y nombre muy digno de Él y que descubre una su propiedad muy rara y muy poco advertida.

Porque no queremos decir ahora que Cristo es amable o que es merecedor del amor, ni queremos engrandecer su muchedumbre de bienes con que puede aficionar a las almas, que eso es un abismo sin suelo, y no es lo propio que en este nombre se dice. Así que no queremos decir que se le debe a Cristo amor infinito, sino decir que es Cristo El Amado, esto es, el que antes ha sido, y ahora es y será para siempre la cosa más amada de todas. Y dejando aparte el derecho, queremos decir del hecho, y de lo que pasa en realidad de verdad, que es lo que propiamente importa este nombre, no menos digno de consideración que los demás nombres de Cristo.

Porque, así como es sobre todo lo que comprende el juicio la grandeza de razones por las cuales Cristo es amable, así es cosa que admira la muchedumbre de los que siempre le amaron, y las veras y las finezas nunca oídas de amor con que los suyos le aman. Muchos merecen ser amados, y no lo son, o lo son mucho menos de lo que merecen; mas a Cristo, aunque no se le puede dar el amor que se debe, diósele siempre el que es posible a los hombres. Y si de ellos levantamos los ojos y ponemos en el cielo la vista, es Amado de Dios todo cuanto merece, y así es llamado debidamente El Amado; porque ni una criatura sola, ni todas juntas las criaturas son de Dios tan amadas, y porque Él solo es el que tiene verdaderos amadores de Sí. Y antes que vengamos a los ejemplos, descubramos las palabras que nos hacen ciertos de esta verdad y las profecías que de ella hay en los libros divinos.

Porque lo primero, David, en el salmo en que trata del reino de este su Hijo y Señor, profetiza como en tres partes esta singularidad de afición con que Cristo había de ser de los suyos querido. Dice que la fuerza del amor para con Cristo, que reinaría en los ánimos fieles, les derrocaría por el suelo el corazón adorándole, y los encendería con cuidado vivo para servirle, y les haría que le diesen todo su corazón hecho oro, que es decir hecho amor, y que fuese su deseo continuo rogar que su reino creciese y que se extendiese más y allende su gloria, y que les daría un corazón tan ayuntado y tan hecho uno con Él, que no rogarían al Padre ninguna cosa que no fuese por medio de Él; y que del fervor del ánimo les saldría el ardor a la boca, que les bulliría siempre en loores, a quien ni el tiempo pondría silencio, ni fin el acabarse los siglos, ni pausa el sol cuando él se parare, sino que durarían cuanto el amor que los hace, que sería perpetuamente y sin fin. El cual mismo amor les sería causa a los mismos, para que ni tuviesen por bendito lo que Cristo no fuese, ni deseasen bien, ni a otros ni a sí, que no naciese de Cristo ni pensasen haber alguno que no estuviese en Él, y así juzgasen y confesasen ser suyas todas las buenas suertes y las felices venturas.

También vio estos extremos de amor con que amarían a Cristo los suyos, el patriarca Jacob, estando vecino a la muerte, cuando, profetizando a José, su hijo, sus buenos sucesos, entre otras cosas le dice: «Hasta el deseo de los collados eternos» . Que, por cuanto le había bendecido y juntamente profetizado que en él y en su descendencia florecerían sus bendiciones con grandísimo efecto, y por cuanto conocía que al fin había de perecer toda aquella felicidad en sus hijos por la infidelidad de ellos, al tiempo que naciese Cristo en el mundo, añadió, y no sin lástima, y dijo: «Hasta el deseo de los eternos collados». Como diciendo que su bendición en ellos tendría suceso hasta que Cristo naciese. Que así como cuando bendijo a su hijo Judá le dijo que mandaría entre su gente, y tendría el cetro del reino hasta que viniese el Silo, así ahora pone límite y término a la prosperidad de José en la venida del que llama deseo. Y como allí llama a Cristo Silo por encubierta y rodeo, que es el Enviado o el Hijo de ella o el Dador de la abundancia y de la paz, que todas son propiedades de Cristo, así aquí le nombra el deseo de los collados eternos. Porque los collados eternos aquí son tochos aquellos a quien la virtud ensalzó, cuyo único deseo fue Cristo. Y es lástima, como decía, que hirió en este punto el corazón de Jacob con sentimiento grandísimo, que viniese a tener fin la prosperidad de sus hijos, cuando salía a luz la felicidad deseada y amada de todos; y que aborreciesen ellos para su daño lo que fue el suspiro y el deseo de sus mayores y padres, y que se forjasen ellos por sus manos su mal, en el bien que robaba para sí todos los corazones y amores.

Mas ¿por ventura no llegó el hecho a lo que la profecía decía, y el de quien se dice que sería el Deseado y Amado, cuando salió a luz, no lo fue? Así que, cuanto son antiguas las cosas, tan antiguo es ser Jesucristo Amado de ellas, y, como si dijésemos, en sus amores de Él se comenzaron los amores primeros, y en la afición de su vista se dio principio al deseo, y su caridad se entró en los pechos angélicos, abriendo la puerta ella antes que ninguno otro que de fuera viniese. Y en la manera que San Juan le nombra Cordero sacrificado desde el origen del mundo, así también le debemos llamar bien Amado y Deseado, desde luego que nacieron las cosas. Porque, así como fue desde el principio del mundo sacrificado en todos los sacrificios, que los hombres a Dios ofrecieron desde que comenzaron a ser, porque todos ellos eran imagen del único y grande sacrificio de este nuestro Cordero, así en todos ellos fue este mismo Señor Deseado y Amado. Porque todas aquellas imágenes, y no solamente aquellas de los sacrificios, sino otras innumerables que se compusieron de las obras y de los sucesos y de las personas de los padres pasados, voces eran que testificaban este nuestro general deseo de Cristo; y eran como un pedírsele a Dios, poniéndole devota y aficionadamente tantas veces su imagen delante. Y como los que aman una cosa mucho, en testimonio de cuanto la aman, gustan de hacer su retrato y de traerlo siempre en las manos, así el hacer los hombres tantas veces y tan desde el principio imágenes y retratos de Cristo, ciertas señales eran del amor y deseo de Él, que les ardía en el pecho. Y así las presentaban a Dios para aplacarle con ellas, que las hacían también para manifestar en ellas su fe para con Cristo y su deseo secreto.

Y este deseo y amor de Cristo, que digo que comenzó tan temprano en hombres y en ángeles, no feneció brevemente, antes se continuó con el tiempo y persevera hasta ahora, y llegará hasta el fin y durará cuando la edad se acabare, y florecerá, fenecidos los siglos, tan grande y tan extendido cuanto la eternidad es grande y se extiende. Porque siempre hubo y siempre hay y siempre ha de haber almas enamoradas de Cristo. Jamás faltarán vivas demostraciones de este bienaventurado deseo; siempre sed de Él, siempre vivo el deseo de verle, siempre suspiros dulces, testigos fieles del abrasamiento del alma.

Mas ¿cuántas almas?, pregunto. ¿Una o dos, o a lo menos no muchas? Admirable cosa son los ejércitos sin número de los verdaderos amadores que Cristo tiene y tendrá para siempre. Un amigo fiel es negocio raro y muy dificultoso de hallar. Que como el sabio dice: «El amigo fiel es fuerte defensa; el que le hallare, habrá hallado un tesoro». Mas Cristo halló y halla infinitos amigos que le aman con tanta fe, que son llamados los fieles entre todas las gentes, como con nombre propio y que a ellos solos conviene. Porque en todas las edades del siglo, y en todos los años de él, y podemos decir que en todas sus horas, han nacido y vivido almas que entrañablemente le amen.

Y es más hacedero y posible que le falte la luz al sol, que faltar en el mundo hombres que le amen y adoren. Porque este amor es el sustento del mundo, y el que lo tiene como de la mano para que no desfallezca.

De todo lo cual se concluye que Cristo, como a quien conviene el ser Amado entre todos, y como aquel que es sujeto propio del amor verdadero, no solamente puede tener muchos que le amen con estrecha amistad, mas debe tenerlos, y así de hecho los tiene, porque son sus amadores innumerables.

Porque no es tan grande el número de los amadores que tiene este Amado, con ser tan fuera de todo número, como dicho tenemos, cuanto es ardiente y firme y vivo y por maravilloso modo entrañable el amor que le tienen; porque Él mismo se forja los amigos y les pone en el corazón el amor en la manera que Él quiere. Y cuanto de hecho quiere ser Amado de los suyos, tanto los suyos le aman. Pues cierto es que quien ama tanto como Cristo nos ama, quiere y apetece ser Amado de nosotros por extremada manera. Porque el amor solamente busca y solamente desea al amor. Y cierto es que, pues nos hace que le seamos amigos, nos hace tales amigos cuales nos quiere y nos desea, y que, pues enciende este fuego, le enciende conforme a su voluntad, vivo y grandísimo.

El Espíritu Santo mismo, que es de su propiedad el Amor, nos enciende de sí para con Cristo, lanzándose por nuestras entrañas, según lo que dice San Pablo: «La caridad de Dios nos ha sido derramada par los corazones, por el Espíritu Santo que nos han dado». Pues ¿qué no será, o cuáles quilates le faltarán o a qué fineza no allegará el amor que Dios en el hombre hace, y que enciende con el soplo de su espíritu propio? ¿Podrá ser menos que amor nacido de Dios, y por la misma razón digno de Él y hecho a la manera del cielo, adonde los serafines se abrasan? O ¿será posible que la idea, como si dijésemos, del amor, y el amor con que Dios mismo se ama, críe amor en mí que no sea en firmeza fortísimo, y en blandura dulcísimo, y en propósito determinado para todo y osado, y en ardor fuego, y en perseverancia perpetuo, y en unidad estrechísimo?

668. Sombra son, sin duda, y ensayos muy imperfectos de amor, los amores todos con que los hombres se aman, comparados con el fuego que arde en los amadores de Cristo, que, por eso, se llama por excelencia El Amado, porque hace Dios en nosotros, para que le amemos, un amor diferenciado de los otros amores y muy aventajado entre todos.

Y cierto es que hará que el amor de los amadores de Cristo sea como el suyo, y de aquel linaje y metal, único, verdadero, dulce, cual nunca en la tierra se conoce ni ve. Porque siempre mide Dios los medios con el fin que pretende. Y en que los hombres amen a Cristo, su Hijo, que les hizo hombre, no sólo para que les fuese Señor, sino para que tuviesen en Él la fuente de todo su bien y tesoro; así que en que los hombres le amen, no solamente pretende que se le dé su debido, sino pretende también que, por medio del amor, se hagan unos con Él y participen sus naturalezas humana y divina, para que de esta manera se les comuniquen sus bienes. Como Orígenes dice: «Derrámase la abundancia de la caridad en los corazones de los santos, para que por ella participen de la naturaleza de Dios, y para que por medio de este don del Espíritu Santo se cumpla en ellos aquella palabra del Señor: ‘Como Tú, Padre, estás en Mi y Yo en Ti, sean éstos así unos en nosotros’ [Jn 17,21]; conviene a saber, comunicándoles nuestra naturaleza por medio del amor abundantísimo que les comunica el espíritu».

Para mantener su amistad es necesario, lo primero, que se cumplan sus mandamientos: «Quien me ama a mí -dice- guardará lo que Yo le mando», que no es una cosa sola, o pocas cosas en número, o fáciles para ser hechas, sino una muchedumbre de dificultades sin cuento. Porque es hacer lo que la razón dice, y lo que la justicia manda, y la fortaleza pide, y la templanza y la prudencia y todas las demás virtudes estatuyen y ordenan. Y es seguir en todas las cosas el camino fiel y derecho, sin torcerse por el interés, ni condescender por el miedo, ni vencerse por el deleite, ni dejarse llevar de la honra. Y es ir siempre contra nuestro mismo gusto, haciendo guerra al sentido. Y es cumplir su ley en todas las ocasiones, aunque sea posponiendo la vida. Y es negarse a sí mismo, y tomar sobre sus hombros su cruz, y seguir a Cristo, esto es caminar por donde Él caminó, y poner en sus pisadas las nuestras. Y, finalmente, es despreciar lo que se ve, desechar los bienes que con el sentido se tocan, y aborrecer lo que la experiencia demuestra ser apacible y ser dulce, y aspirar a sólo lo que no se ve ni se siente, y desear sólo aquello que se promete y se cree, fiándolo todo de su sola palabra.

Pues el amor que con tanto puede, sin duda tiene gran fuerza; y sin duda es grandísimo el fuego, a quien no amata tanta muchedumbre de agua. Y sin duda lo puede todo y sale valerosamente con ello este amor que tienen con Jesucristo los suyos. ¿Qué dice el Esposo a su Esposa? «La muchedumbre del agua no puede apagar la caridad, ni anegarla los ríos». Y San Pablo, ¿qué dice? «La caridad es sufrida, bienhechora, la caridad carece de envidia, no lisonjea, ni tacañea; no se envanece ni hace de ninguna cosa caso de afrenta; no busca su interés, no se encoleriza; no imagina hacer mal, ni se alegra del agravio, antes se alegra con la verdad; todo lo lleva, todo lo cree, todo lo sufre.» Que es decir que el amor que tienen todos sus amadores con Cristo, no es un simple querer, ni una sola y ordinaria afición, sino un querer que abraza en sí todo lo que es bien querer y una virtud que atesora en sí juntas las riquezas de las virtudes, un encendimiento que se extiende por todo el hombre y le enciende en sus llamas.

Y la razón de todo es lo que añade tras esto: que no busca su interés ni se enoja de nada. Toda su inclinación es al bien, y por eso el dañar a los otros aún no lo imagina; los agravios ajenos y que otros padecen, son los que solamente le duelen y la alegría y felicidad ajena es la suya. Todo lo que su querido Señor le manda, hace; todo lo que le dice, lo cree; todo lo que se detuviere, le espera; todo lo que le envía, lo lleva con regocijo, y no halla ninguno sino es en sólo Él, a quien ama.

Por manera que es tan grande este amor, que desarraiga de nosotros cualquiera otra afición y queda él señor universal de nuestra alma. Y como es fuego ardentísimo, consume todo lo que se opone; y así destierra del corazón los otros amores de las criaturas, y hace él su oficio por ellos, y las ama mucho más y mejor que las amaban sus propios amores.

Otra particularidad y grandeza de este amor con que es Amado Jesús, que no se encierra en solo Él, sino en Él y por Él abraza a todos los hombres, y los mete dentro de sus entrañas con una afición tan pura, que en ninguna cosa mira a sí mismo; tan tierna, que siente sus males más que los propios; tan solícita, que se desvela de su bien; tan firme, que no se mudará de ellos si no se muda de Cristo. Y como sea cosa rarísima que un amigo, según la amistad de la tierra, quiera por su amigo padecer muerte, es tan grande el amor de los buenos con Cristo, que, porque así le place a él, padecerán ellos daños y muerte, no sólo por los que conocen, sino por los que nunca vieron, y no sólo por los que los aman, sino también por quien los aborrece y persigue.

Y llega este Amado a ser tan amado, que por Él lo son todos. Y en la manera como en las demás gracias y bienes es Él la fuente del bien que se derrama en nosotros así en esto lo es. Porque su amor, digo el que los suyos le tienen, nos provee a todos y nos rodea de amigos que, olvidados por nosotros, nos buscan; y no conocidos, nos conocen; y ofendidos nos desean y nos procuran el bien; porque su deseo es satisfacer en todo a su Amado, que es el Padre de todos. Al cual aman con tan subido querer, cual es justo que lo sea el que hace Dios con sus manos, y por cuyo medio nos pretende hacer dioses, y en quien consiste el cumplimiento de todas sus leyes, y la victoria de todas las dificultades, y la fuerza contra todo lo adverso, y la dulzura en lo amargo, y la paz y la concordia y el ayuntamiento y abrazo general y verdadero con que el mundo se enlaza.

Mas ¿para qué son razones en lo que se ve por ejemplos? Oigamos lo que algunos de estos enamorados de Cristo dicen que en sus palabras veremos su amor, y por las llamas que despiden sus lenguas conoceremos el infinito fuego que les ardía en los pechos. San Pablo, ¿qué dice? «¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, por ventura, o la angustia, o la hambre, o la desnudez, o el peligro, o la persecución, o la espada?» Y luego: «Cierto que soy que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni los poderíos, ni lo presente, ni lo por venir; ni lo alto, ni lo profundo, ni, finalmente, criatura ninguna nos podrá apartar del amor de Dios en nuestro Señor Jesucristo.» ¡Qué ardor! ¡Qué llama! ¡Qué fuego!

No tiene esta cuenta fin, porque se acabará primero la vida que el referir todo lo que los amadores de Cristo le dicen para demostración de lo que le aman y quieren.
Pero excusadas son las palabras adonde vocean las obras, que siempre fueron los testigos del amor verdadero. Porque ¿qué hombre jamás, no digo muchos hombres, sino un hombre solo, por más amigo suyo que fuese, hizo las pruebas de amor que hacen y harán innumerables gentes por Cristo, en cuanto los siglos duraren? Por amor de este Amado, y por agradarle, ¿qué prueba no han hecho de sí infinitas personas? Han dejado sus naturales, se han despojado de sus haciendas, se han desterrado de todos los hombres, se han desencarnado de todo lo que se parece y se ve; de Sí mismos, de todo su querer y entender hacen cada día renunciación perfectísima. Y si es posible enajenarse un hombre de sí, y dividirse de sí misma nuestra alma, y en la manera que el espíritu de Dios lo puede hacer, y nuestro saber no lo entiende, se enajenan y se dividen amándole. Por Él les ha sido la pobreza riqueza y paraíso el desierto, y los tormentos deleite, y las persecuciones descanso, y para que viva en ellos su amor, escogen el morir ellos a todas las cosas, y llegan a desfigurarse de sí, hechos como un sujeto puro sin figura ni forma, para que el amor de Cristo sea en ellos la forma, la vida, el ser, el parecer, el obrar, y, finalmente, para que no se parezca en ellos más de su Amado. Que es sin duda el que sólo es Amado por excelencia entre todo.

¡Oh grandeza de amor! ¡Oh el deseo único de todos los buenos! ¡Oh el fuego dulce por quien se abrasan las almas! Por Ti, Señor, las tiernas niñas abrazaron la muerte. Por Ti la flaqueza femenil holló sobre el fuego. Tus dulcísimos amores fueron los que poblaron los yermos. Amándote a Ti, ¡oh dulcísimo Bien!, se enciende, se apura, se esclarece, se levanta, se arroba, se anega el alma, el sentido, la carne.

Por donde sólo Cristo es El Amado, por cuanto todos los amados de Dios son Jesucristo, por la imagen suya que tienen impresa en el alma; y porque Jesucristo es la hermosura con que hermosea, conforme a su gusto, a todas las cosas, y la salud con que les da vida.