«La vida interior es pues, sobre todo, en un alma en estado de gracia, vida de humildad, de abnegación, de fe, de esperanza y de caridad, con la paz que procura la subordinación progresiva de nuestros sentimientos y de nuestra voluntad al amor de Dios que será el objeto de nuestra beatitud.
Para llevar vida interior no basta, pues, prodigarse mucho en el apostolado exterior; tampoco bastaría poseer una gran cultura teológica. Ni siquiera es esto necesario. Un principiante generoso, que posea verdadero espíritu de abnegación y de oración, posee ya verdadera vida interior que debe desarrollarse más y más.
En esta conversación interior con Dios, que tiende a hacerse continua, el alma habla mediante la oración, oratio, que es la palabra por excelencia, la que existiría si Dios no hubiera creado sino una sola alma o un ángel solo; esta criatura dotada de inteligencia y de amor, hablaría así con su Creador. La oración es ya de súplica, ya de adoración y de acción de gracias; pero siempre es una elevación del alma hacia Dios. Y Dios responde recordándonos las cosas que nos enseñó en el Evangelio y que nos son útiles para la santificación del momento presente. ¿No dijo Nuestro Señor: «El Espíritu Santo que mi Padre enviará en mi nombres, os enseñará todas las cosas, y os recordará lo que yo os he enseñado?» (Joan., XIV, 26.)
963. El hombre va haciéndose así cada vez más hijo de Dios, conoce con mayor claridad que Dios es su Padre y va como aniñándose más y más en su presencia. Comprende lo que quería decir Jesús a Nicodemo; que es preciso volver al seno del Padre para nacer de nuevo espiritualmente y cada vez más íntimamente, con aquel nacimiento espiritual que es una similitud, remota desde luego, del nacimiento eterno del Verbo (1). Los santos siguen realmente este camino, y así entre sus almas y Dios se establece esa conversación que, por decirlo así, nunca se interrumpe. Por eso, de Santo Domingo se decía que no sabía hablar sino de Dios o con Dios; por eso era siempre muy caritativo con los hombres, y al mismo tiempo prudente, justo y fuerte».
Las tres edades de la vida interior