Cómo concluimos la oración

1849

Fijaos que en la conclusión de las oraciones decimos: «Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo»; en cambio, nunca decimos: «Por el Espíritu Santo». Esta práctica universal de la Iglesia tiene su explicación en aquel misterio según el cual, el mediador entre Dios y los hombres es el hombre Cristo Jesús, sacerdote eterno según el rito de Melquisedec, que entró una vez para siempre con su propia sangre en el santuario, pero no en un santuario construido por hombres, imagen del auténtico, sino en el mismo cielo, donde está a la derecha de Dios e intercede por nosotros.

Teniendo ante sus ojos este oficio sacerdotal de Cristo, dice el Apóstol: Por su medio, ofrezcamos continuamente a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de unos labios que profesan su nombre. Por él, pues, ofre­cemos el sacrificio de nuestra alabanza y oración, ya que por su muerte fuimos reconciliados cuando éramos toda­vía enemigos. Por él, que se dignó hacerse sacrificio por nosotros, puede nuestro sacrificio ser agradable en la presencia de Dios. Por esto, nos exhorta san Pedro: Tam­bién vosotros, como piedras vivas, entráis en la construc­ción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo. Por este motivo, decimos a Dios Pa­dre: «Por nuestro Señor Jesucristo».

 Al referirnos al sacerdocio de Cristo, necesariamente hacemos alusión al misterio de su encarnación, en el cual el Hijo de Dios, a pesar de su condición divina, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, según la cual se rebajó hasta someterse incluso a la muerte; es decir, fue hecho un poco inferior a los ángeles, conservando no obstante su divinidad igual al Padre. El Hijo fue hecho un poco inferior a los ángeles en cuanto que, permane­ciendo igual al Padre, se dignó hacerse como un hombre cualquiera. Se abajó cuando se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo. Más aún, el abajarse de Cristo es el total anonadamiento, que no otra cosa fue el tomar la condición de esclavo.

 Cristo, por tanto, permaneciendo en su condición divi­na, en su condición de Hijo único de Dios, según la cual le ofrecemos el sacrificio igual que al Padre, al tomar la condición de esclavo, fue constituido sacerdote, para que, por medio de él, pudiéramos ofrecer la hostia viva, santa, grata a Dios. Nosotros no hubiéramos podido ofrecer nuestro sacrificio a Dios si Cristo no se hubiese hecho sacrificio por nosotros: en él nuestra propia raza humana es un verdadero y saludable sacrificio. En efecto, cuando precisamos que nuestras oraciones son ofrecidas por nuestro Señor, sacerdote eterno, reconocemos en él la verdadera carne de nuestra misma raza, de conformidad con lo que dice el Apóstol: Todo sumo sacerdote, escogido entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios: para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Pero, al decir:  «tu Hijo», añadimos: «que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo», para recordar, con esta adición, la unidad de naturaleza que tienen el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y significar, de este modo, que el mismo Cristo, que por nosotros ha asumido el oficio de sacerdote, es por naturaleza igual al Padre y al Espíritu Santo.

Carta 14,36-37