Algunos pasos de la Lectio divina

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XI. La lectura no aprovecha nada sin la meditación, ni la meditación sin la oración

Mas estos peldaños están de tal forma concatenados entre sí y se prestan un servicio recíproco, de tal manera que los primeros sin los siguientes sirven de poco o nada, y los subsiguientes sin los precedentes no se pueden alcanzar nunca o raramente. En efecto, ¿de qué sirve ocupar el tiempo en la lectura continuada (lectio continua), tener siempre en la mano vidas y escritos de santos, si no es también para extraer el jugo rumiándolos y masticándolos, e ingiriéndolos los mandamos hasta lo más íntimo del corazón, de modo que a su luz consideremos diligentemente nuestra vida y tratemos de realizar aquellas mismas obras de las cuales nos gusta oir hablar? Pero ¿cómo reflexionaremos en estas cosas, o estaremos atentos a no traspasar, meditando cosas vanas e inútiles, los límites fijados por los santos padres, si no somos antes instruidos sobre esto por la lectura o bien por la escucha. Pues la escucha pertenece de algún modo a la lectura. Por eso solemos decir que hemos leído no sólo aquellos libros que hemos leído por nosotros mismos, sino también aquellos que hemos escuchado de maestros. Del mismo modo, ¿qué aprovecha al hombre el ver por la meditación lo que tiene que hacer, a menos que, por la ayuda de la oración y de la gracia de Dios, esté en grado de realizarlo? Pues ciertamente todo buen regalo, todo don perfecto viene de arriba, del Padre de las luces (Sant 1, 17), sin el cual nada podemos hacer, sino que él mismo hace todo en nosotros, si bien no sin nosotros. Pues somos cooperadores de Dios, como dice el Apóstol (I Co 3, 9). Ciertamente Dios quiere que le ayudemos, y que, a él que viene y llama a la puerta, le abramos lo profundo de nuestra voluntad y le demos nuestro consentimiento. Este consentimiento exigía de la Samaritana cuando decía: Llama a tu marido. Como si dijera: Te quiero infundir la gracia, tú aplica tu libre albedrío. Requería de ello la oración cuando decía: Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice dame de beber, tal vez tú le pedirías a él agua viva. Habiendo oído esto, instruida la mujer como por la lectura, meditó en su corazón que tener este agua podía ser bueno y útil para ella. Encendida, pues, por el deseo de tenerla, se volvió a la oración diciendo: Señor, dame de este agua para que no tenga ya más sed, ni tenga que venir aquí a sacarla (Jn 4, 6.10.15). He aquí como la escucha de la Palabra de Dios y la subsecuente meditación de la misma la incitaron a la oración. Y ¿cómo, pues, hubiera sido solícita en pedir si antes no le hubiera encendido la meditación? O ¿de qué le hubiera valido la meditación precedente, si, lo que le mostraba como apetecible, no lo hubiera impetrado la oración posterior? Por lo tanto para que la meditación sea provechosa es necesario que siga una oración fervorosa, cuyo efecto sería la dulzura de la contemplación.

XII. Concatenación recíproca de los cuatro peldaños antedichos

De todo esto podemos colegir que la lectura sin la meditación es árida; la meditación sin la lectura, errónea; la oración sin la meditación, tibia; la meditación sin la oración, infructuosa; la oración hecha con fervor permite alcanzar la contemplación; la consecución de la contemplación sin la oración es más bien rara o milagrosa. Dios, cuyo poder no tiene límites y cuya misericordia está sobre todas sus obras, algunas veces suscita de las piedras hijos de Abraham, cuando obliga a consentir en su voluntad a corazones duros y que oponen resistencia, y así, como suele decir el vulgo, arrastra al buey por los cuernos, como pródigo, cuando no llamado se introduce. Lo cual, aun cuando leemos que sucedió alguna vez a alguien, como a S. Pablo y a algunos otros, sin embargo no por ello debemos nosotros pretender las cosas divinas, como atentando a Dios, sino que debemos hacer lo que a nosotros nos corresponde, a saber, leer y meditar la ley de Dios, suplicar que sea él mismo el que venga en ayuda de nuestra debilidad y vea nuestra imperfección, lo cual él mismo nos enseña a hacerlo cuando dice: Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá (Mt 7, 7). Pues ahora el reino de los cielos padece violencia, y los violentos lo arrebatan (Id. I I,12). Por las distinciones señaladas se pueden percibir las propiedades de los antedichos peldaños, cómo se relacionan entre sí y qué efecto produzcan cada uno sobre nosotros.

Feliz el hombre cuya alma, libre de las otras preocupaciones, desea siempre estar tratando de ascender por estos cuatro peldaños, y, vendidos todos los bienes, compra el campo aquél en que está escondido el tesoro que desea, a saber, poder dedicarse y ver lo suave que es el Señor. Ejercitado en el primer peldaño, circunspecto en el segundo, ferviente en el tercero, elevado sobre sí mismo en el cuarto, asciende de virtud en virtud por estas subidas, que ha dispuesto en su corazón, hasta ver al Dios de los dioses en Sión.

Feliz aquél a quien se le concede permanecer, aunque sea por poco tiempo, en este peldaño más elevado y que puede decir con verdad: «He aquí que siento la gracia de Dios, he aquí que contemplo en el monte, con Pedro y Juan, su gloria; he aquí que con Jacob me deleito de los abrazos de Raquel». Pero tenga cuidado éste, para que después de semejante contemplación por la fe elevado hasta los cielos, no caiga en los abismos con caída imprevista, ni se vuelva, después de la visión de Dios, a mundanidades lascivas y a los atractivos de la carne. Pero cuando la debilidad y la fragilidad del espíritu humano no pueda soportar por más largo tiempo el resplandor de la verdadera luz, descienda ligera y ordenadamente a alguno de los tres peldaños por los que ascendió. Deténgase alternativamente ya en uno, ya en otro peldaño, según el movimiento del libre albedrío, según el lugar y el tiempo, tanto más cercano ya a Dios cuanto más alejado del primer peldaño. Pero ¡ay!, ¡frágil y miserable condición humana! Con la ayuda de la razón y los testimonios de las Escrituras veremos claramente que la perfección de la vida humana se contiene en estos cuatro peldaños y que el hombre espiritual debe ejercitarse en ellos. Pero ¿quién es el que camina por este sendero de vida?, ¿quién es y lo alabaremos? El quererlo es de muchos, el lograrlo de pocos.

XIII. Las cuatro causas que nos apartan de estos cuatro peldaños

Mas son cuatro las causas que nos apartan las más de las veces de estos peldaños, a saber: una necesidad inevitable, la utilidad de una buena acción, la debilidad humana, la vanidad del mundo. La primera es inexcusable, la segunda tolerable, la tercera miserable, la cuarta culpable. Pues a aquellos, a quienes esta última causa les aparta de su santo propósito, mejor les fuera no conocer la gloria de Dios, que después de conocida retroceder. En efecto ¿qué excusa de pecado tendrá éste? El Señor le podrá decir justamente:
«¿Qué pude hacer por ti que no hice? (Is 5, 4). No existías y te creé, pecaste, haciéndote esclavo del diablo, y te redimí. Corrías con los impíos en el circuito del mundo y te elegí. Te concedí gracia en mi presencia y quise hacer en ti mi morada, pero tú me despreciaste y no sólo has rechazado mis palabras sino a mí mismo y has caminado tras tus concupiscencias».

Pero, Dios bueno, suave y manso, tierno amigo y prudente consejero, fuerte ayuda, ¡qué inhumano, qué temerario es el que te rechaza, el que aleja de su corazón a un huésped tan humilde y tan manso!, ¡qué sustitución tan infeliz y dañosa, rechazar al propio creador y acoger pensamientos torpes y malos!, ¡entregar tan pronto aquella secreta morada del Espíritu Santo, el secreto del corazón, hasta poco antes vuelto a las alegrías celestes, para ser conculcado por pensamientos inmundos y pecados! Todavía están calientes en el corazón los vestigios del esposo, ¿Y ya se entrometen deseos adulterinos? Es inconveniente e indecoroso que oídos que poco antes oyeron palabras que no es lícito al hombre referir, se inclinen tan rápidamente a escuchar fábulas y detracciones; que ojos, que poco antes habían sido bautizados por lágrimas santas se vuelvan de repente a mirar vanidades; que la lengua que apenas había terminado de cantar dulces epitalamios, que había reconciliado a la esposa con el esposo mediante encendidas y persuasivas palabras, y la había introducido en la cantina de vinos escogidos, de nuevo se vuelva a vanas conversaciones, a ligerezas, a maquinar engaños y a chismorrear. ¡Aleja de nosotros todo esto, Señor! Pero si tal vez por humana flaqueza cayéramos en semejantes cosas, no nos desesperemos por ello, sino recurramos de nuevo al Médico lleno de clemencia, que levanta del polvo al desvalido, hace surgir de la basura al pobre (Salm 112, 7), y que no quiere la muerte del pecador. De nuevo él nos curará y nos sanará.

Ya es tiempo de poner fin a esta carta. Supliquemos, pues a Dios que mitigue hoy los obstáculos que nos apartan de su contemplación y que en el futuro los haga desaparecer de nosotros. Que nos conduzca por diversos peldaños, de virtud en virtud, hasta que veamos a Dios en Sión. Allí los elegidos no gustarán la dulzura de la divina contemplación de modo intermitente, como gota a gota, sino que llenos por un torrente de placer incesante, poseerán un gozo que nadie les podrá arrebatar, y una paz sin mutación, paz en él mismo.

Tú, pues, Gervasio, hermano mío, si alguna vez se te concede ascender a la cima de estos peldaños, acuérdate de mí, y reza por mí cuando te haya ido bien, para que así se corran los velos, y el que oiga diga: ¡Ven!

Carta de Guido II, el cartujo, a su amigo Gervasio, sobre la vida contemplativa