«Nada nos debe disgustar ni enfadar, sino sólo el pecado; pero incluso en el fondo de este disgusto debe haber alegría y consuelo santo» (Carta a una Religiosa, 732). «Quien sólo a Dios pertenece no se contrista nunca, si no es por haberle ofendido, pero esta tristeza por la ofensa está como asentada en una profunda, tranquila y sosegada humildad y sumisión, después de la cual se levanta de nuevo con una tranquila y perfecta confianza en la bondad divina, sin desazón ni despecho» (Carta a una señorita, 480). «En resumen, no os enfadéis, o por lo menos, no os turbéis porque os habéis turbado, no os alteréis porque os habéis alterado, no os inquietéis porque esas molestas pasiones os han inquietado; tomad vuestro corazón y ponedlo suavemente en manos de nuestro Señor (Carta a una señora, 833)… Haced que vuestro corazón vuelva a estar en paz con vos misma… aunque estéis tan llena de miserias» (Carta 186).