Mientras el Señor, en el monte, da a Moisés la Ley, al pie del monte el pueblo la transgrede. Los israelitas, incapaces de resistir a la espera y a la ausencia del mediador, piden a Aarón: «Anda, haznos un dios que vaya delante de nosotros, pues a ese Moisés que nos sacó de Egipto no sabemos qué le ha pasado» (Ex 32, 1). Cansado de un camino con un Dios invisible, ahora que también Moisés, el mediador, ha desaparecido, el pueblo pide una presencia tangible, palpable, del Señor, y encuentra en el becerro de metal fundido hecho por Aarón, un dios que se ha vuelto accesible, manipulable, al alcance del hombre. Esta es una tentación constante en el camino de fe: eludir el misterio divino construyendo un dios comprensible, correspondiente a sus propios esquemas, a sus propios proyectos. Lo que acontece en el Sinaí muestra toda la necedad y la ilusoria vanidad de esta pretensión porque, como afirma irónicamente el Salmo 106, «cambiaron su gloria por la imagen de un toro que come hierba» (Sal 106, 20). (Catequesis de Benedicto XVI sobre la Oración)