El fin de la Encarnación, y en consecuencia de todo apostolado, es divinizar a la humanidad. «Jesucristo se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios», (San Agustín). «Queriendo que participemos de su divinidad, el Unigénito de Dios, tomó nuestra naturaleza para que, hecho hombre, hiciera a los hombres dioses», (Santo Tomás, Ofic. del Corpus). Pero el apóstol se asimila la vida divina en la Eucaristía; mejor dicho en la vida eucarística, o sea en la sólida vida interior que se nutre en el divino banquete. Así lo asegura la palabra perentoria e inequívoca del Maestro: “Si no comiereis la carne del hijo del Hombre, ni bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros”, (Juan VI, 54). La vida eucarística es la vida de Nuestro Señor en nosotros, no sólo por el estado de gracia que es indispensable para tenerla, sino, además, por una sobreabundancia de su acción. “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”, (Juan X, 10). Si el apóstol debe tener una sobreabundancia de vida divina para distribuirla entre los fieles y no encuentra otro manantial que la Eucaristía para tomarla, ¿cómo imaginar que las obras puedan ser eficaces sin la acción de la Eucaristía en aquellos que, directamente o indirectamente, deben ser los dispensadores de esa vida por medio de sus obras? (Dom. J.B. Chautard, El alma de todo apostolado)