La Palabra de Dios es el centro de nuestra vida

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Lo más importante para nosotros es la temática central de este Salmo: se trata, en efecto, de un imponente y solemne canto sobre la Torá del Señor, es decir, sobre su Ley, término que, en su acepción más amplia y completa, se ha de entender como enseñanza, instrucción, directriz de vida; la Torá es revelación, es Palabra de Dios que interpela al hombre y provoca en él la respuesta de obediencia confiada y de amor generoso. Y de amor por la Palabra de Dios está impregnado todo este Salmo (118), que celebra su belleza, su fuerza salvífica, su capacidad de dar alegría y vida. Porque la Ley divina no es yugo pesado de esclavitud, sino don de gracia que libera y conduce a la felicidad. «Tus decretos son mi delicia, no olvidaré tus palabras», afirma el salmista (v. 16); y luego: «Guíame por la senda de tus mandatos, porque ella es mi gozo» (v. 35); y también: «¡Cuánto amo tu ley! Todo el día la estoy meditando» (v. 97). La Ley del Señor, su Palabra, es el centro de la vida del orante; en ella encuentra consuelo, la hace objeto de meditación, la conserva en su corazón: «En mi corazón escondo tus consignas, así no pecaré contra ti» (v. 11); este es el secreto de la felicidad del salmista; y añade: «Los insolentes urden engaños contra mí, pero yo custodio tus mandatos de todo corazón» (v. 69). La fidelidad del salmista nace de la escucha de la Palabra, de custodiarla en su interior, meditándola y amándola, precisamente como María, que «conservaba, meditándolas en su corazón» las palabras que le habían sido dirigidas y los acontecimientos maravillosos en los que Dios se revelaba, pidiendo su asentimiento de fe (cf. Lc 2, 19.51). Y si nuestro Salmo comienza en los primeros versículos proclamando «dichoso» «el que camina en la Ley del Señor» (v. 1b) y «el que guarda sus preceptos» (v. 2a), es también la Virgen María quien lleva a cumplimiento la perfecta figura del creyente descrito por el salmista. En efecto, ella es la verdadera «dichosa», proclamada como tal por Isabel «porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45), y de ella y de su fe Jesús mismo da testimonio cuando, a la mujer que había gritado «Bienaventurado el vientre que te llevó», responde: «Mejor, bienaventurados los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11, 27-28). Ciertamente María es bienaventurada porque su vientre llevó al Salvador, pero sobre todo porque acogió el anuncio de Dios, porque fue una custodia atenta y amorosa de su Palabra. (Catequesis de Benedicto XVI sobre la Oración)