La misma fe es don de Dios

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Estaban tan íntimamente convencidos los apóstoles de que todo lo que se refiere a la salvación era en ellos don gratuito de Dios, que imploraban de El les concediera incluso la fe: «Acreciéntanos -decían- la fe». La perfección de esta virtud no la hacía derivar de su libre albedrío, sino de la generosa donación de Dios. Pero el mismo autor de nuestra salvación nos enseña cuán resbaladiza y débil es nuestra fe, y cuán insuficiente, sobre todo, si no está fortalecida con su propia ayuda. Por eso le dice a Pedro: «Simón, Simón, he aquí que Satanás os busca para zarandearos como trigo, pero yo he rogado a mí Padre para que no desfallezca tu fe».

También aquel padre de que habla el Evangelio tenía experiencia de ello. Viendo que al empuje de las olas iba a naufragar su fe contra los arrecifes de la incredulidad, llamó en su auxilio al Señor con aquellas palabras: «Señor, ayuda a mi incredulidad».