La fe es un don

1806

Los personajes evangélicos y los apóstoles tenían tan arraigada la idea de que todo bien se consuma en nosotros por el auxilio de Dios, que no fiaban para nada de sí mismos. Ni siquiera se preciaban de poder conservar intacta su fe gracias a su libre albedrío: pedían al Señor que se la concediera o se la aumentara. Pues bien, si la fe de Pedro tenía necesidad del socorro de Dios para mantenerse firme y no sucumbir, ¿quién será tan presuntuoso y ciego que se crea con fuerzas suficientes para guardar la suya sin ser continuamente sostenido por la gracia divina? Máxime teniendo en cuenta que el Señor declara lo contrario en el Evangelio: «Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid, tampoco vosotros si no permaneciereis en mí». Y añade inmediatamente: «Porque sin mí no podéis hacer nada». En fin, cuán necio, y aun sacrílego, sea jactarse de las buenas obras, en lugar de atribuirlas a la gracia y protección divinas, lo dice el mismo Señor al afirmar que nadie puede, sin cooperación e inspiración suya, producir frutos espirituales: «Todo bien y todo don perfecto viene de arriba y desciende del Padre de las luces». Lo mismo afirma Zacarías: «Si hay algún bien, es de Él, y si existe algo excelente, procede de Él». Por eso, el Apóstol se mantiene siempre en la misma tónica, al decir: «¿Qué tienes que no hayas recibido? y si lo has recibido, ¿por te glorías, como si no lo hubieras recibido?» .