Participando en la Eucaristía, vivimos de modo extraordinario la oración que Jesús hizo y hace continuamente por cada uno a fin de que el mal, que todos encontramos en la vida, no llegue a vencer, y obre en nosotros la fuerza transformadora de la muerte y resurrección de Cristo. En la Eucaristía la Iglesia responde al mandamiento de Jesús: «Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19; cf. 1 Co 11, 24-26); repite la oración de acción de gracias y de bendición y, con ella, las palabras de la transustanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor. En nuestras Eucaristías somos atraídos a aquel momento de oración, nos unimos siempre de nuevo a la oración de Jesús. Desde el principio, la Iglesia comprendió las palabras de la consagración como parte de la oración rezada junto con Jesús; como parte central de la alabanza impregnada de gratitud, a través de la cual Dios nos dona nuevamente el fruto de la tierra y del trabajo del hombre como cuerpo y sangre de Jesús, como auto-donación de Dios mismo en el amor del Hijo que nos acoge (cf. Jesús de Nazaret, II, p. 154). Participando en la Eucaristía, nutriéndonos de la carne y de la Sangre del Hijo de Dios, unimos nuestra oración a la del Cordero pascual en su noche suprema, para que nuestra vida no se pierda, no obstante nuestra debilidad y nuestras infidelidades, sino que sea transformada. (Catequesis de Benedicto XVI sobre la Oración)