De todo esto fluye espontánea una lección notoria: y es que el primer movimiento de buena voluntad nos lo concede Dios mismo por inspiración suya. Esta nos atrae al camino de salvación, ya sea por impulso inmediato de El, o por las exhortaciones de un hombre, o por la fuerza de las circunstancias. Y también es un don de su mano la perfección de las virtudes. Lo que de nosotros depende es corresponder con frialdad o con entusiasmo a ese impulso de la gracia.
Según esto, merecemos el premio o el suplicio, en la medida que hayamos cooperado o no, con nuestra fidelidad o infidelidad, a ese plan divino que su dignación y paternal providencia había concebido sobre nosotros.
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