Si no os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos. ¡Qué difícil se hace a nuestro amor propio, oh Dios mío, volver a ser niños! Y si todavía hemos entrado tan poco en el reino de los cielos, a pesar de nuestros esfuerzos, es porque, extraviados y descaminados en nuestra acción y agitación, no hemos sabido hacernos niños en los brazos de Dios. He aquí cómo habla San Francisco de Sales del supremo grado de esta santa indiferencia y abandono al beneplácito de Dios: “Me parece que el alma que está en esta indiferencia y que nada quiere, sino que deja querer a Dios lo que a Él agrade, tiene su voluntad en una expectación sencilla y general; tanto más cuanto que esperar no es hacer ni obrar, sino permanecer expuesto a algún acontecimiento. Y si os fijáis, la expectación del alma es verdaderamente voluntaria, aunque no es una acción, sino una simple disposición a recibir lo que sobreviniere, y cuando los sucesos llegan, la expectación se convierte en consentimiento o aquiescencia; pero antes de que sobrevengan el alma está en espera, indiferente a todo lo que a la voluntad divina le plazca ordenar”. (José Tissot, La vida interior)