Frutos de reconocer la fealdad del pecado

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Decía aquella persona que había sacado dos cosas de la merced que Dios le hizo: la una, un temor grandísimo de ofenderle, y así siempre le andaba suplicando no la dejase caer, viendo tan terribles daños; la segunda, un espejo para la humildad, mirando cómo cosa buena que hagamos no viene su principio de nosotros, sino de esta fuente adonde está plantado este árbol de nuestras almas, y de este sol que da calor a nuestras obras. Dice que se le representó esto tan claro, que en haciendo alguna cosa buena o viéndola hacer, acudía a su principio y entendía cómo sin esta ayuda no podíamos nada; y de aquí le procedía ir luego a alabar a Dios y, lo más ordinario, no se acordar de sí en cosa buena que hiciese.

Las moradas, cap. II