19 de julio. Esta noche por fin, después de seis días de partir por el alejamiento de Jesús, me he quedado conmigo misma. Me he puesto a rezar, como de costumbre todos los jueves; hubiese querido estar arrodillada, pero la obediencia quería que estuviese en cama, y así lo hice; me puse a pensar en la crucifixión de Jesús. En un primer momento no sentí nada y después de unos minutos de recogimiento sentí que Jesús estaba cerca de mí. En el recogimiento me sucedió como otras veces: me encontré con Jesús quien sufría penas terribles. ¿Qué hacer, viendo sufrir a Jesús y no poderlo ayudar? Me sentí entonces con un gran deseo de sufrir y le pedí a Jesús que me diese ese milagro. De inmediato hizo como ya lo había hecho otras veces: se me acercó, se quitó la corona de espinas y la colocó sobre mi cabeza, y luego me dejó tranquila. Luego veía como yo lo miraba, callada en silencio, entendió entonces de inmediato mi pensamiento: «Quizás Jesús ya no me ama, porque él por lo general, cuando quiere que yo conozca a quien bien me quiere, me presiona bien la corona en mi cabeza». Jesús lo entendió y con sus manos me la presionó en la sien. Son momentos de dolor pero también momentos felices. Y de ese modo me quedé una hora sufriendo con Jesús. Hubiese querido quedarme toda la noche, pero como Jesús ama demasiado la obediencia, él mismo se sometió a obedecer al confesor y después de una hora me dejó: es decir, que ya no lo vi, pero sucedió algo que nunca había sucedido. Por costumbre Jesús, cada vez que me coloca en la cabeza la corona, cuando me deja, me la quita y se la coloca nuevamente en su cabeza; ayer en cambio me la dejó como hasta las cuatro. Para decir la verdad, sufrí un poco, pero también me quejé una sola vez. Jesús me perdonará si algunas veces me quejo, porque es involuntario. Sufría mucho con cada movimiento que pensaba: como si fuese una fantasía mía.