El único deseo que por su ardor pareció turbar la divina serenidad de Cristo, fue el deseo de su sacrificio. La vehemencia de sus palabras y la emoción de su acento traicionaron su alma. “Con deseo he deseado vehementísimamente he anhelado comer esta Pascua con vosotros”. ¿Cuál? Las dos: la pascua eucarística y la pascua sangrienta que son en el fondo la misma pascua de dolor y de amor. ¿Qué encanto divino encontraba Jesús en el abismo de su sacrificio? La alegría es el perfume del amor y la suprema alegría debe brotar de la suprema satisfacción del amor supremo. El amor supremo es sin género de duda el amor de Jesús: su amor al Padre, su amor a las almas. Desde que vino al mundo comenzó a satisfacer ese amor, porque los dos son uno solo. Complacía sin cesar al Padre, salvaba sin cesar a las almas. Por eso llevaba siempre en lo íntimo de su alma el secreto de su alegría. (El Espíritu Santo)