Sería muy de desear que, alguna vez, hiciéramos un esfuerzo especial, inmediatamente después de acabar un rato de oración, para traer de nuevo a la memoria todo lo que pensamos durante el tiempo que hemos estado rezando. ¿Qué locuras y necedades veríamos allí? ¿Cuánta vana distracción -y, algunas veces, hasta asquerosidades- podríamos captar? Nos quedaríamos de verdad asombrados de que todo eso fuera posible; de que, en tan corto espacio de tiempo, pudiera la imaginación disiparse por tantos lugares, tan dispares y lejanos entre sí; o entre tantos asuntos y cosas tan variopintos como carentes de importancia. Si alguien (como quien hace un experimento) se propusiera esforzar su mente para distraerse en el mayor grado posible y de la manera más desordenada, estoy seguro que no lo lograría tan bien como de hecho lo hace nuestra imaginación cuando, medio abandonada, desvaría por todas partes mientras la boca masculla las horas del oficio y otras oraciones vocales muy usadas. Así, si uno se pregunta o tiene alguna duda sobre la actividad de su mente mientras los sueños conquistan la consciencia -al dormir, no encuentro mejor comparación que ésta: su mente se ocupa de la misma manera que se ocupan las mentes de aquellos que están despiertos (si se puede decir que están «despiertos» los que de esta guisa rezan), pero cuyos pensamientos vagan descabelladamente durante la oración revoloteando con frenesí en un tropel de absurdas fantasías. Mas hay una diferencia con el que sueña dormido; porque algunas de las extrañas visiones del que sueña despierto (rezando), y que su imaginación abraza en sus viajes mientras la lengua corre por la oraciones como si fueran sonidos sin sentido, son monstruosidades tan sucias y abominables que, de haber sido vistas estando dormido, ciertamente nadie, por muy desvergonzado, se atrevería a contarlas al despertar; ni siquiera entre un grupo de golfos.
La agonía de Cristo, cap. I