Dios no necesita nuestras oraciones de pecadores, pero, aun así, en su amor por nosotros, Le agrada que recemos. Y no es sólo esa santa plegaria que el propio Espíritu Santo nos ayuda a ofrecer y despierta en nosotros la que Le complace, puesto que esto nos lo pide cuando dice: Permaneced en mí y yo en vosotros, sino que cada intención, cada impulso, incluso cada pensamiento que va dirigido a Su gloria y a nuestra propia salvación, tiene valor a Sus ojos. Y por ellos, la infinita misericordia de Dios concede generosas recompensas. El amor de Dios concede gracia mil veces más de lo que las acciones humanas merecen. Si Le das el más simple óbolo, te devolverá oro en pago. Si te propones tan sólo ir hacia el Padre, Él vendrá a tu encuentro. Dices una sola palabra, corta y sin sentimiento: «Acógeme; ten piedad de mí», y Él se vuelca sobre ti y te besa. Así es el amor del Padre celestial hacia nosotros, indignos como somos. Y por causa simplemente de este amor, Él se regocija de cada paso que damos hacia la salvación, por corto que sea.(Relatos de un Peregrino Ruso)