«Padre mío, si no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba, hágase tu voluntad.» Ese «mío» tiene doble fuerza porque expresa un gran afecto y deja claro que Dios Padre es Padre de Cristo de modo único, esto es, no sólo por creación (es Padre de todas las cosas) ni por adopción (como es Padre de los cristianos), sino más bien por naturaleza es Padre de Dios Hijo. A los demás nos enseña a rezar diciendo: «Padre nuestro que estás en los cielos». Reconocemos en estas palabras que hermanos somos todos los que tenemos un mismo Padre, mientras que Cristo es el único que puede decir con propiedad y dirigirse al Padre, a causa de su divinidad, como lo hace: «Padre mío.» Si alguien, no contento de ser como los demás seres humanos, llega a imaginar en su soberbia que sólo él es gobernado por el espíritu secreto de Dios, y reza con esta invocación «Padre mío» en lugar de «Padre nuestro» se atribuye una situación distinta de la de los otros, me parece que ese tal se arroga para sí el lenguaje propio de Cristo. Reclama para sí como individuo el espíritu que Dios da a todos los hombres. Tal hombre no es de hecho muy diferente de Lucifer: reclama para sí solo la palabra de Dios, de la misma manera que Lucifer reclamó para sí el lugar y puesto del mismo Dios.
Agonía de Cristo