Después de la santa Confesión, hallándome en una contemplación dolorosa de mí misma, no tanto por las faltas acusadas como por las calladas sin quererlo o las no declaradas con suficiente claridad, me parecía que todos mis pecados habían permanecido en mi alma, de tal suerte que la sentía como si materialmente hubiera podido ser un puro pecado, y por un sentimiento de amor o estima hacia Dios en el Santísimo Sacramento, no me parecía o me costaba trabajo permitir que lo pusieran en un lugar tan indigno de su grandeza. No obstante, no dejé de comulgar como se me ha ordenado, y al recibir la sagrada Hostia, sentí inmediatamente una reprensión a mi corazón porque admitía el afecto, el estar ocupado por las creaturas, y buscar consuelo en ellas, y se me reprochó esto después de que tantas veces su bondad me había hecho desear no tenerlo más que en El, demostrándome que El lo quería así. Así lo resolví de nuevo pidiendo a Dios me pusiera en estado de hacerlo.