En el solemne atardecer de su vida, Jesús iba a encontrar la plena satisfacción de aquel amor que parecía insaciable, de aquel deseo que se diría infinito. Al aproximarse su obra, Jesús se turba a pesar de su divina serenidad, como se turba toda criatura cuando la felicidad se aproxima; la divina turbación del Cenáculo ¿era la turbación del dolor o la turbación de la dicha? ¡Inmolarse por el Padre! Ofrecerle un homenaje infinito; devolverle un amor tan grande como el que recibía por lo que tenia de divino, y un amor sangriento, doloroso, mortal por lo que tenía de humano; poderle decir al Padre la suprema palabra del amor humano: «te amo hasta la muerte”; poder ofrecer a la justicia infinita y al primer amor el anonadamiento, el sacrificio, la inmolación total de una víctima divina; poder decir a las almas de todos los siglos por aquel acto único, incomparable: “Como mi Padre me amó, así yo os amo; como he amado a mi Padre os amo a vosotros”… ¡oh Dios mío! ¡es la alegría perfecta, el gozo consumado, la dicha cumplida, porque es la suprema satisfacción del supremo amor! (El Espíritu Santo)