Oh ánima mía, ¡qué haces! Oh corazón mío, ¡qué piensas! Lengua mía, ¡cómo has enmudecido! Oh muy dulcísimo Salvador mío, cuando yo abro los ojos y miro este retablo tan doloroso que aquí se me pone delante, el corazón se me parte de dolor. ¿Pues, cómo, Señor, no bastaban ya los azotes pasados, y la muerte venidera, y tanta sangre derramada, sino que por fuerza habían de sacar las espinas la sangre de la cabeza a quien los azotes perdonaron? Pues para que sientas algo, ánima mía, de este paso tan doloroso, pon primero ante tus ojos la imagen antigua de este Señor, y la gran excelencia de sus virtudes, y luego vuelve a mirar de la manera que aquí está. Mira la grandeza de su hermosura, la mesura de sus ojos, la dulzura de sus palabras, su autoridad, su mansedumbre, su serenidad, y aquel aspecto suyo de tanta veneración. Y después que así le hubieres mirado, y deleitado de ver una tan acabada figura, vuelve los ojos a mirarlo tal cual aquí lo ves, cubierto con aquella púrpura de escarnio, la caña por cetro real en la mano, y aquella horrible diadema en la cabeza, aquellos ojos mortales, aquel rostro difunto y aquella figura toda borrada con la sangre y afeada por las salivas, que por todo el rostro estaban tendidas. Míralo todo de dentro y fuera, el corazón atravesado con dolores, el cuerpo lleno de llagas, desamparado de sus discípulos, perseguido de los judíos, escarnecido de los soldados, despreciado de los pontífices, desechado del rey inicuo, acusado injustamente y desamparado de todo favor humano. Y no pienses esto como cosa ya pasada, sino como presente; no como dolor ajeno, sino como tuyo propio. Ponte tú mismo en el lugar del que padece, y mira lo que sentirías si en una parte tan sensible como es la cabeza te hincasen muchas y muy agudas espinas que penetrasen hasta los huesos; ¿y qué digo espinas?, una sola punzada de un alfiler que fuese apenas lo podrías sufrir. ¿Pues qué sentiría aquella delicadísima cabeza con este linaje de tormentos? (Tratado de La Oracion Y Meditacion – Pedro de Alcantara)