Dios con su propia mano enjugará las últimas lágrimas de los elegidos, y allá no habrá muerte, ni luto, ni dolor. La alegría de Pentecostés es la alegría del destierro, la alegría en medio de las sombras, en medio de las miserias, en medio de las penas de esta pobre vida terrena. Por eso, en la Escritura y en la Liturgia, la alegría de la tierra tiene un nombre adecuadísimo, se llama consuelo. El consuelo es la alegría que envuelve al dolor, es la alegría que brota de las entrañas mismas del dolor; por eso el Espíritu Santo se llama «el Paráclito el Consolador», porque derrama en las almas esa alegría del destierro, esa alegría que no es incompatible con el dolor, antes bien en cierta manera lo supone. (El Espíritu Santo)