«Señor, cuántos son mis enemigos, cuántos se levantan contra mí; cuántos dicen de mí: “Ya no lo protege Dios”» (vv. 2-3). La descripción que el orante hace de su situación está marcada por tonos fuertemente dramáticos. Tres veces se subraya la idea de multitud —«numerosos», «muchos», «tantos»— que en el texto original se expresa con la misma raíz hebrea, de forma repetitiva, casi insistente, con el fin de recalcar aún más la enormidad del peligro. Esta insistencia sobre el número y la magnitud de los enemigos sirve para expresar la percepción, por parte del salmista, de la absoluta desproporción que existe entre él y sus perseguidores, una desproporción que justifica y fundamenta la urgencia de su petición de ayuda: los opresores son muchos, toman la delantera, mientras que el orante está solo e inerme, bajo el poder de sus agresores. Sin embargo, la primera palabra que pronuncia el salmista es «Señor»; su grito comienza con la invocación a Dios. Una multitud se cierne y se rebela contra él, generando un miedo que aumenta la amenaza haciéndola parecer todavía más grande y aterradora. Pero el orante no se deja vencer por esta visión de muerte, mantiene firme la relación con el Dios de la vida y en primer lugar se dirige a él en busca de ayuda. Pero los enemigos tratan también de romper este vínculo con Dios y de mellar la fe de su víctima. Insinúan que el Señor no puede intervenir, afirman que ni siquiera Dios puede salvarle. La agresión, por lo tanto, no es sólo física, sino que toca la dimensión espiritual: «el Señor no puede salvarle» —dicen—, atacan el núcleo central del espíritu del Salmista. Es la extrema tentación a la que se ve sometido el creyente, es la tentación de perder la fe, la confianza en la cercanía de Dios. El justo supera la última prueba, permanece firme en la fe y en la certeza de la verdad y en la plena confianza en Dios, y precisamente así encuentra la vida y la verdad. (Catequesis de Benedicto XVI sobre la Oración)