¡Oh, si llegásemos a adquirir la convicción profunda de que sin Cristo nada podemos y que con El lo tenemos todo! «¿Cómo el Padre no nos lo dará todo con El? (ib. 8,32). De nosotros mismos somos flacos, muy flacos, hay en el mundo de las almas flaquezas de todo género, pero no es ésta una razón para desmayar; cuando no son queridas estas miserias, son más bien un título a la misericordia de Cristo. Fijaos en los desgraciados que quieren excitar la piedad de aquellos a quienes piden limosna: en vez de ocultar su pobreza, descubren sus harapos y muestran sus llagas; éste es su título a la compasión y a la caridad de los transeúntes. Lo mismo para nosotros que para los enfermos que le presentaban cuando vivía en Judea, lo que nos atrae la misericordia de Jesús es nuestra miseria reconocida, confesada y exhibida a los ojos de Cristo. San Pablo nos dice que Jesucristo quiso experimentar todas nuestras debilidades, excepto el pecado, a fin de aprender a compadecerlas; y de hecho varias veces leemos en el Evangelio que Jesús se sentía «movido a piedad» (Lc 7,13; Mc 8,2. +Mt 15,32) a la vista de los dolores que presenciaba. San Pablo añade expresamente que ese sentimiento de compasión lo conserva en su gloria, y concluye: «Acerquémonos, pues, confiadamente al trono» de Aquel que es la fuente «de la gracia»; porque si así lo hacemos, «obtendremos misericordia» (Heb 4, 14-16).
Cristo, vida del alma