Silencio, llamado y vocación II

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Silencio, llamado y vocación II

Castidad, obediencia y silencio

En el artículo anterior, introdujimos el tema de de los consejos evangélicos y su relación con el silencio. Hablé, incluso, de la pobreza y cómo podemos vivir mejor el silencio y el consejo de la pobreza. En esta ocasión, continuaremos reflexionando sobre el silencio y los consejos de la obediencia y castidad.

Obediencia y silencio

Muy similar es la acción del silencio en el consejo evangélico de la obediencia. Sería ligero considerar este voto como la simple renuncia a poder decidir qué hacer o cómo obrar. Este sería el punto de partida, lo visible y externo de nuestra obediencia. La verdadera obediencia es silencio de nosotros mismos y de nuestras facultades.

“He aquí que vengo a cumplir tu voluntad”. Apenas Cristo inicia su camino en este mundo y Él ya ha hecho silencio pleno a su propia voluntad, quedando solo la voluntad del Padre. Éste es el punto de partida del consejo evangélico de la obediencia: silencio de la propia voluntad y del propio querer. Solamente con este silencio podremos buscar, conocer, querer y vivir la voluntad de Dios.

Y si éste es el inicio, ¿qué más sigue? “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió”, y “el que me envió está conmigo porque yo hago siempre lo que le agrada”. Me atrevería llamar esta actitud obediencial de Cristo como silencio de la autoridad del Padre. Es decir, no es suficiente obedecer por amor. El religioso virtuoso no vive la obediencia como sumisión porque silencia la visión de una voluntad que se impone. ¡Cuánto silencio debe hacer la persona consagrada en su interior para no ver las normas y las expresiones de los superiores como caprichos, gustos, opiniones o modos de ser de la autoridad! Por el contrario descubrir en esas indicaciones y expresiones divinas, al igual que hizo Jesús, su alimento, su vida, el bien que nuestro Padre del cielo regala a diario. Paralelamente, ¡cuánto silencio debe hacer el consagrado en su obediencia para no buscar principalmente el quedar bien ante los demás, la fidelidad a las normas o la propia perfección! Todo esto es bueno, pero hay que hacer silencio de todo ello para buscar solamente agradar a Dios por todo el bien que nos concede.

Y este silencio obediencial de Cristo no estuvo exento de dificultades, tentaciones y dudas: “aparta de mí este cáliz”. De inmediato, Jesús hace silencio de sus sentimientos, temores y quejas para abrazar totalmente la voluntad del Padre: “no se haga mi voluntad, sino la tuya”. En los frecuentes momentos de dificultad de la vida consagrada, el religioso necesita hacer silencio en su interior para escuchar y acoger solamente la voluntad de Dios.

De este modo se llega al grado sumo de obediencia, con su correspondiente silencio: “todo está cumplido”. Se ha cumplido todo lo que el Padre había deseado: eso es obediencia, que exige un silencio pleno a uno mismo. Cuando el religioso vive el silencio a sus propios planes y proyectos nunca experimenta fracaso o frustración. Humanamente se podrá decir que se ha hecho poco o mucho, pero, como se ha cumplido el plan de Dios, se puede afirmar con certeza que “todo se ha cumplido”.

Castidad y silencio

¿Qué decir del voto de castidad? También sería ligero o superficial reducirlo al celibato o virginidad. En verdad esto: es un mínimo de gran valor, pues expresa la plenitud de ser totalmente de Dios.

El ser de Dios, que comporta este consejo evangélico, implica, en primer lugar, que la castidad no es algo que damos a Dios sino un don que de Él hemos recibido. La persona casta ha de hacer silencio de sus propias pretensiones de pureza para dejar paso a la acción y don de Dios. Cristo nos advirtió que “no todos entienden esto, solo los que han recibido ese don”.

El consejo de castidad es un don que produce en nosotros una alianza de amor con el Señor. Desde el momento que se realiza y se acepta dicha alianza ya no nos pertenecemos, pertenecemos al Otro, como el Otro pertenece a nosotros. No es una alianza cualquiera, es una alianza de amor. En consecuencia, por pertenecer al Otro, el amor pide silenciar nuestros gustos para realizar los gustos ajenos; por pertenecerme el Otro, el amor exige silenciar mis necesidades para preocuparme de las necesidades del Otro. Así, en el silencio de los propios gustos y necesidades la castidad hace del consagrado un ser todo para Dios.

Por último la virtud de la castidad implica también comunión, es decir, unión de Dios todo entero con el ser humano todo entero. La comunión de corazones y de vida implica un silencio pleno. Silencio de todo lo bueno propio para asumir todo lo bueno que su amor nos da. Pero también silencio de todo lo malo (errores, defectos, descuidos, omisiones, etc.), que no somos capaces de dar, conscientes de que, gracias a la comunión con Él, su amor suple y completa lo que uno no es capaz de dar.

Queridos hermanos y hermanas consagradas al Señor, el seguimiento de Cristo por medio de los tres consejos evangélicos requiere de la virtud del silencio. Solamente así, nuestro seguimiento corresponderá con la invitación recibida: “ven y verás”, “ven y sígueme”.


Autor: P. Juan Carlos Ortega, L.C.

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