Vida
El benjamín de los condes de Aquino nació en 1224 ó 1225 en el castillo de Roccasecca, cerca de Nápoles. Su madre era descendiente de los jefes normandos que fundaron el Reino de las Dos Sicilias. Su padre, uno de los más poderosos señores feudales de Italia meridional. Ambos deseaban tener un hijo sacerdote, pero ninguno había perseverado en el convento. Su última esperanza era Tomás, que fue confiado a los monjes de Montecassino a los 6 seis años, para ver si con el tiempo sucedía al abad.
Cuando el emperador Federico II, en guerra contra el Papa, atacó Montecassino y dispersó a los monjes, Tomás tuvo que volver a casa. Sus padres lo mandaron a estudiar a la universidad de Nápoles, pensando en su futura carrera eclesiástica. Allí conoció a los dominicos. Estos habían abandonado el voto de estabilidad de los benedictinos y acudían, a la voz de sus superiores, a cualquier lugar de la Iglesia donde su presencia fuera útil. Nunca se movían con un gran séquito, sino más bien viajaban a pie, mendigaban su pan y vivían en las grandes ciudades, en contacto con el pueblo y las universidades. Tomás sintió la vocación e ingresó en la nueva Orden tras la muerte de su padre.
Tuvo sin embargo que superar la oposición de su madre y hermanos, quienes lo raptaron cuando iba camino a París. Fue encerrado en una torre de su casa y aislado. Allí aprovechó el tiempo aprendiendo la Biblia de memoria. Sus hermanos, rudos guerreros, quisieron quebrantar su virtud introduciendo una noche a una cortesana en su cuarto, pero Tomás la hizo huir amenazándola con un tizón ardiente. Su familia, vencida por su resistencia, acabó dejándolo huir.
En París fue alumno de san Alberto Magno, quien lo hizo asistente suyo y lo llevó consigo en 1248 a Colonia, donde Tomás se ordenó sacerdote a los 24 años. Es en esta época cuando muchos de sus compañeros le pusieron el apodo de “Buey silencioso”, por su físico obeso y su callada figura de estudioso. Y fue san Alberto Magno el que supo salir en defensa de su alumno diciendo: «Lo llaman el buey silencioso. Pero yo digo que cuando este buey muja, sus mugidos llenarán el mundo».
De vuelta en París obtuvo el doctorado y comenzó a trabajar como profesor, desplegando una increíble actividad como escritor de comentarios bíblicos y filosóficos y de síntesis teológicas, entre las que destaca su gran obra de madurez, la Suma de Teología. Como consultor del Papa en Orvieto compuso la misa y el oficio del Corpus Christi. Nunca permitió que las ambiciones de la familia sobre él lo alejaran de su vocación, por lo que rechazó los cargos que le ofrecieron como arzobispo de Nápoles y abad de Montecassino.
El 6 de diciembre de 1273, después de un éxtasis en la misa, dijo a su secretario Reginaldo que no podía seguir escribiendo: toda su obra le parecía sin valor, como la paja. Enfermo, recibió la orden del Papa de acudir al Congreso de Lyón, donde se iba a discutir sobre la unión de los cristianos. Era invierno. Al agravarse su estado fue acogido de camino en la abadía cisterciense de Fossanova. Los monjes iban al bosque a cargar sobre los hombros leña para el fuego, no queriendo dejar a los animales el honor de servir a tan gran Doctor. Conmovido por sus cuidados, Tomás dio su última lección al explicar a los monjes de modo sublime el libro del Cantar de los Cantares. De su última confesión el H. Reginaldo atestiguó que había sido como la de un niño de cinco años. Al recibir el viático exclamó: «Por tu amor, durante toda mi vida he estudiado, he velado y orado, he predicado y enseñado…». Murió el 7 de marzo de 1274.
Aportación para la oración
Es difícil sintetizar en unos párrafos la aportación de uno de los más grandes maestros de vida espiritual de todos los tiempos. Sistemático, Santo Tomás leyó y resumió todos los tratados y obras conocidas hasta el momento, tomando como principal guía la Sagrada Escritura y santos como San Agustín.
Pero si queremos proponer algunos aspectos esenciales, podemos comentar los siguientes:
1. La relación estrecha entre el obrar humano y la Gracia de Dios. Para Santo Tomás, cada acto debe estar acompañado de un esfuerzo personal que le viene de sus facultades naturales. Pero a esto se suma la fuerza sobrenatural de la gracia, que le permite elevar al plano de Dios sus actos, incluyendo la oración. Esto, como siempre, es una gracia que debe ser pedida. Y es de ahí de donde vendrán las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo.
2. La santidad se nos implanta como una semilla en el bautismo y estamos llamados a llevarlo a plenitud con nuestra vida. ¿Y cómo lograrlo? Con la vivencia de los sacramentos, el ejercicio de las virtudes (incluyendo las sobrenaturales que Dios nos regala) y por la fuerza profunda de la oración en el alma. Estos tres pasos son, por decirlo de una manera, el “ABC” de la santidad, según Santo Tomás.
3. Esta santidad o perfección es algo que se puede alcanzar y que no es algo de unos cuantos. Es más, Santo Tomás indica que es obligatoria, en cierto sentido, para todo cristiano.
4. Hay un equilibrio entre vida de contemplación (de oración) y la vida activa. La primera es la más importante y la que debe sostener a la segunda. Y nótese que Santo Tomás no habla de dicotomía entre la vida de oración y el quehacer diario, sino que deben ayudarse: la contemplación a la acción, y la acción a saber contemplar.
Sí, soy consciente de que esta presentación es demasiada esquemática. Muchos expertos me tirarían tomates ante este resumen de la doctrina espiritual de Santo Tomás. En mi defensa puedo decir que el mismo Papa que lo beatificó en el 1323, Juan XXII, dijo de él lo siguiente: «Doctrina eius non potuit esse sine miraculo. Su doctrina no puede explicarse sin un milagro. Tomás ha iluminado más a la Iglesia que todos los demás doctores y se saca más provecho en un año con sus libros que estudiando las demás doctrinas durante toda la vida».
Autor: P. Juan Antonio Ruiz J., L.C.
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