Vida
San Bruno nació en Colonia (Alemania) hacia el año 1030. Su posición social le permitió trasladarse a Reims para cursar sus estudios. En 1056, apenas superados los veinte años, ya era profesor en la escuela catedral de la misma ciudad. Por los testimonios que nos han llegado sabemos que fue muy querido por sus discípulos, entre los que se encontraba el futuro Papa Urbano II.
Fue ordenado sacerdote, y en 1075 fue nombrado canciller del obispo de Reims. Pero algunos comportamientos inapropiados que observó ahí llevaron a Bruno a enemistarse con el mismo obispo.
Por ese entonces es cuando ocurrió un hecho que, según se cuenta, hizo cambiar radicalmente la vida de nuestro santo. En el funeral de un insigne profesor, el cadáver habló tres veces: «He sido juzgado», «He sido hallado culpable», «He sido condenado».
Bruno, sabiendo que podía ser elegido obispo de Reims, y tras haber meditado esta última experiencia y madurado su vocación, decidió entrar en el monasterio de Moslesmes; más tarde, sin embargo, sintió que debía vivir un ascetismo más radical y se trasladó con algunos compañeros a un valle en Chatreuse, en la diócesis de Grenoble, para vivir un nuevo ideal monástico. De Chatreuse viene, justamente, el nombre que luego se le dio a su congregación: los cartujos.
En 1088, su antiguo alumno Urbano II fue elegido papa y llamó a Bruno a la Ciudad Eterna para que fuera su consejero. Aunque al principio le costó dejar su vida eremítica, Bruno obedeció.
En 1092, después de tener que abandonar Roma junto con el Papa, Bruno fundó una nueva Cartuja en La Torre (Italia). Allí se reunió con algunos de sus antiguos compañeros y continuó viviendo la regla del primer convento. Acudían a él muchas personalidades importantes, incluyendo el mismo Papa, para pedirle consejo.
Murió el 6 de octubre de 1101, tras vivir los últimos años de su vida cumpliendo encargos que el Papa le confiaba y transcurriendo largas temporadas en su convento, dedicado a la contemplación y la penitencia.
Aportación para la oración
Nos encontramos, tal vez, ante uno de los casos más radicales en la vivencia del Evangelio. Son personas a las cuales muchos no comprenden; otros, los creen locos; algunos, los admiran. Pero nadie puede negar que la sonrisa dibujada en el rostro de un cartujo es siempre imborrable. De hecho, la orden de los cartujos ha sido la única que nunca ha necesitado una reforma; se dice en latín: Cartusia nunquam reformata, quia nunquam deformata (la Cartuja nunca ha sido reformada porque nunca se ha deformado).
Para que me entiendan mejor, permítanme presentarles a un cartujo en vida. Es ciego y, sin embargo, su sonrisa dice mucho. Es un extracto de la película “El Gran Silencio” (los subtítulos están en portugués; no encontré ninguno en español):
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¿Cómo lograr nosotros esta certeza, esta felicidad en la vida, si no transcurrimos nuestra existencia encerrados en un convento y en silencio absoluto? Ciertamente, no todos estamos llamados a vivir de esa manera. Yo, personalmente, no podría. Pero hay algo que sí que nos enseña la vida de San Bruno y de toda la orden cartujana: la necesidad del silencio en nuestra vida.
¡Haz la prueba! Nada pierdes con intentarlo una vez. Porque, después de todo, este silencio no es en vano: está destinado a hablar mucho… pero con Dios. Así lo entendió y lo vivió San Bruno, uno de los hombres más callados de la historia, pero que más elocuentemente nos ha enseñado lo que es una intensa vida de oración.
Autor: P. Juan Antonio Ruiz J., L.C.
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