San Antonio Abad, inaugurador de la vida eremítica

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San Antonio Abad, inaugurador de la vida eremítica

Vida

La vida eremítica siempre ha despertado una gran curiosidad y admiración. ¿Cuándo nacieron, cómo vivían y qué hacían los famosos “padres del desierto”? Pablo de Tebas es el primer eremita de quien tenemos noticia, pero no cabe la menor duda de que san Antonio abad le gana en fama mundial. Lo que sabemos entorno a este santo tan popular nos ha llegado a través de la biografía (cf. Vida) que san Atanasio, patriarca de Alejandría y amigo suyo, escribió en el año 357.

San Antonio nació hacia el 250 en Queman, al sur de Menfis, Egipto. A los 18 años quedó huérfano, con una hermana más pequeña y un rico patrimonio que no le duró mucho tiempo: entrando un día en la Iglesia escuchó esta lectura del Evangelio: «Si quieres ser perfecto, ve y vende todo lo que tienes y dalo a los pobres…». Así lo hizo: vendió todo lo que tenía, dio el dinero a los pobres, confió el cuidado de su hermana a unas vírgenes consagradas y se retiró al desierto para buscar a Dios en la soledad.

Se refugió en una tumba excavada en las montañas, pero su fama de santidad no tardó en propagarse. Unos acudían hasta el refugio para buscar consejo, otros para pedir milagros, y otros aún –los menos ciertamente– iban dispuestos a quedarse para imitar su estilo de vida. Acogía a todos con gran espíritu de caridad y, cuando en el 305 decidió abrir su retiro a quienes anhelaban quedarse con él, no tardó en poblarse de eremitas.

En el 311, durante la persecución de Maximino Daja en Egipto, san Antonio, con algunos de sus monjes, se dedicó a confortar a los cristianos. Después se retiró al desierto del alto Egipto buscando siempre mayor soledad y penitencia. No obstante la dureza de sus penitencias, tenía un gran sentido de equilibrio y prudencia, por ello, a los eremitas que se ponían bajo su dirección no les permitía hacer sacrificios extravagantes. Más que la austeridad misma, san Antonio recomendaba la pureza de alma y una gran confianza en Dios.

Preocupado por la fama que había adquirido sin buscarla, en el 312 quiso huir uniéndose a una caravana de beduinos y adentrándose en el desierto hasta llegar al monte Coltzim. Pero sus discípulos no tardaron en encontrarlo y fueron estableciéndose en las cercanías formando pequeñas comunidades a las que el santo visitaba de vez en cuando. De esta forma tan sencilla y sin buscarlo, nuestro santo dio inicio a lo que más tarde se conocería como “vida cenobítica” o “monástica». Más allá de sus dotes carismáticas y de los milagros que rodearon su vida, san Antonio fue un verdadero padre para sus monjes, hombre de una espiritualidad incisiva y siempre fiel a la esencia del mensaje evangélico. La tradición dice que murió entorno al 356.

Aportación para la oración

La vida de este santo ha sido fuente de inspiración para muchos fundadores de órdenes monásticas y su mensaje de confianza ilimitada en Dios sigue siendo actual. Ante las tribulaciones que le venían, bien sea de las tentaciones que el demonio le presentaba o bien de su anhelo de soledad frustrado por la gente que lo buscaba, supo mostrarse siempre alegre, precisamente por su confianza en Dios. Esta virtud fue, tal vez, una de las más vividas por San Antonio y que solía animar a todos a pedirle continuamente a Dios en su oración.

Y otro punto fundamental de su doctrina era la meditación de los novísimos (la muerte, el juicio, el purgatorio, el infierno, el cielo, …). Según el Abad de Egipto, esta contemplación fortalecía el alma contra las pasiones y el demonio. Si viviésemos, decía, como si hubiésemos de morir cada día, no pecaríamos jamás. Y esta oración debe ir acompañada del sacrificio, la humildad, el amor a los pobres, la suavidad de las costumbres y, sobre todo, de un ardiente amor a Cristo.


Autor: P. Juan Antonio Ruiz J., L.C.

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