San Ambrosio: un gobernador que llegó a ser obispo

1879
San Ambrosio: un gobernador que llegó a ser obispo

 Vida

Nació en Tréveris, al sur de Alemania, hacia el 340. Su padre era prefecto de la provincia gala del imperio romano y murió cuando nuestro santo aún era muy joven. Su madre se trasladó entonces a Roma donde procuró una formación esmerada para sus tres hijos. Ambrosio era el más pequeño y, después de terminados los estudios, ejerció como abogado. Sus otros dos hermanos, Marcelina y Sátiro, influyeron de alguna forma en su formación cristiana: ella llegaría a ser santa y él lo precedería en el sacerdocio. Como abogado se ganó tan buena fama que Valentiniano lo nombró gobernador del norte de Italia. Ambrosio se estableció en Milán donde, de una forma inusitada, el Señor le reveló sus planes.

En aquellos tiempos el pueblo elegía a su obispo y resulta que, cuando en el 374 murió Ausencio, obispo arriano de Milán, la ciudad quedó dividida al momento de elegir a su pastor: mientras unos preferían que fuese arriano (herejía que proclamaba que Cristo no era Dios, sino sólo hombre), otros lo querían fiel a la ortodoxia. Ambrosio, al ver la confusión que reinaba en la ciudad, se presentó en la iglesia donde se iba a llevar a cabo la elección y, tomando la palabra, exhortó a todos a proceder pacíficamente y sin discusiones. Mientras estaba hablando se escuchó un grito: «¡Ambrosio obispo! ¡Ambrosio obispo!», y toda la asamblea se sumó aclamándolo. A nuestro santo, que apenas era catecúmeno, tuvieron que conferirle el bautismo, ordenarle sacerdote y consagrarlo obispo el 7 de diciembre del 374.

Ante su nueva misión, lo primero que hizo fue dedicarse a la oración y al estudio de la teología. Supo ser padre y pastor que cuidó con auténtico celo su rebaño: reprendió con fuerza las malas acciones, pero conservando por encima de todo la caridad; se ganó el respeto de los emperadores, incluso del tan temido Teodosio, a quien le reprochó haber ordenado una matanza en el pueblo de Tesalónica para suprimir una revuelta (el emperador reconoció su culpa e hizo penitencia pública); combatió también el arrianismo logrando erradicar la herejía en Milán casi por completo.

Apreciaba mucho la virginidad y fue su hermana Marcelina quien le sugirió que recogiese sus homilías sobre este tema en un libro. Logró despertar en muchas jóvenes el deseo de consagrarse al Señor y por esto se le acusó de querer despoblar el imperio: «Quisiera –dijo el santo en respuesta– que se me citase el caso de un solo hombre que haya querido casarse y no haya encontrado esposa». Además de numerosas homilías suyas, conservamos gran variedad de obras de exégesis, teología, ascética, poesías e incluso melodías que él mismo componía para que se cantasen en su diócesis. La famosa melodía que acompaña al himno del Veni creator Spritus, por ejemplo, fue copiada de un himno pascual compuesto por el mismo san Ambrosio. A él se debe el nacimiento de la así llamada liturgia ambrosiana, propia de las diócesis de Milán.

Murió en el 397, a los 57 años, después de haber recibido el viático.

Aportación para la oración

Dentro de las muchas aportaciones de Ambrosio para la oración, el amor por la pureza y la virginidad ocupa un lugar especial. Cuentan que sus homilías sobre este tema eran tan persuasivas y elocuentes que las madres de familia retenían en sus casas a sus hijas para impedirles oír al predicador, por miedo a que se consagrasen a Dios.

La razón de fondo de esta predicación se funda en la bienaventuranza que el mismo Cristo nos dictó en el así llamado Sermón de la Montaña: «Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios». Que, aplicado al campo de la oración, podría traducirse en algo más o menos así: «Bienaventurado el puro de corazón, porque será capaz de percibir a Dios en su oración, de dialogar con él». Y tiene lógica, pues de lo que uno llene su alma, de eso se alimentará luego a lo largo de su día. ¿Lo llena de ruido? La oración será un fardo pesado de llevar. ¿Lo llena de Cristo, incluso en medio de las ocupaciones diarias? La oración será un alivio, un oasis en medio del desierto.

Pero si no le abrimos el corazón, Cristo no fuerza. Así lo recomendaba el santo obispo de Milán: «Vemos que el alma tiene su puerta, a la que viene Cristo y llama. Ábrele, pues; quiere entrar». Y no cabe duda que San Ambrosio supo abrirle la puerta de su corazón a Cristo. Y de par en par.


Autor: P. Juan Antonio Ruiz J., L.C.

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