Rostros luminosos «marcados» por la oración

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Rostros luminosos

Una bella oración del beato John Henri Newman dice así: «Quédate, Señor, conmigo y entonces yo comenzaré a iluminar como tú iluminas». Esta oración en la que se invita al Señor a quedarse con nosotros nos recuerda a esa otro petición hecha a Jesús por los discípulos de Emaús: ¡Quédate con nosotros porque cae le tarde! (Lc 24, 26). Pedirle a Señor que esté con nosotros, que no se vaya, que se quede con nosotros, es reconocer que sin Él nada podemos y que sin Él la vida carece de luz, belleza y sentido.

Cuando estamos con una persona que amamos y ésta, por diversos motivos, se tiene que marchar, al despedirnos de ella nos parece que el mundo es más triste y menos luminoso. El Señor cuando está con nosotros nos da el calor de su presencia y de su amor y tememos que algún día se tenga que ir, que nos deje solos y desamparados. San Juan de la Cruz describe en poesía esta «ida» de Dios y la búsqueda ansiosa del alma que sale en su búsqueda: «Como el ciervo huiste, habiéndome herido. Salí tras ti clamando y eras ido» (Canciones entre el alma y el esposo, 1, 3-5).

Comenzar a brillar como el Señor

La oración de Newman dice que, estando el Señor con nosotros, entonces nosotros comenzaremos a brillar como Él brilla. A quien ama, se le nota el amor en el rostro y en toda su vida. Quien está lleno del amor y de la presencia de Jesús, ilumina de un modo nuevo toda su existencia y los demás ven en él la huella de la presencia divina. De algún modo a los santos se les ha visto en torno a sí esa aureola que los hace participar del mundo divino aun viviendo en esta tierra.

La luz se verá en nosotros, pero no será nuestra, será de Jesús. Él es la Luz de mundo y quien lo sigue no camina en tinieblas sino que tendrá la luz de la vida (Jn 8, 12). Él es como el sol y nosotros somos sólo la luz refleja de la luna. Quien ora recibe esta maravillosa luz divina que calienta su todo ser, dando luz a la inteligencia y fuerza a la voluntad para vivir en el amor y responder al Amor con amor.

El combate de la oración

A veces pensamos que oramos mal y efectivamente nuestra oración podría mejorar mucho, pero sin embargo ya por el hecho de orar nuestra vida asume una luz nueva que, a pesar de nuestras luchas, los otros perciben. En su novela «Diario de un sacerdote de pueblo», Bernanos describe el encuentro de un parroquiano, el Sr. Olivier, con un joven sacerdote. El parroquiano le dice al sacerdote que ve en su rostro el hábito de la oración. El sacerdote responde: «Pero si yo oro muy mal». Y el parroquiano le contesta que lo que se ve en él es el esfuerzo por orar, el combate de la oración. Y añade: «Su rostro está como «gastado» por la oración».

A veces creemos que nuestra oración es mala porque es una lucha y sin embargo en esa lucha, como en la lucha de Jacob con el ángel, está presente Dios y se nota su presencia luminosa en nuestra vida, dejándonos «marcados», como el ángel marcó a Jacob en el muslo (Gn 32, 26). Dios nos «marca» con su presencia aunque nuestra oración sea una lucha y no sea lo perfecta que quisiéramos.

El mundo espera rostros «marcados» por la presencia de Dios, «gastados» por la oración y de este modo el mundo podrá recibir algo de la luz esplendorosa de Cristo. No temamos el combate de la oración, las luchas de la oración, las noches de la oración, incluso cuando, heridos por el amor de Dios, parece que Él nos abandona por un momento. En esa herida divina, está ya nuestra curación y en esas tinieblas, despunta la luz porque para Dios «las tinieblas son como luz» (Sal 139, 12).


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