«¿No estoy yo aquí que soy tu Madre?»

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«El Señor tu Dios, está en medio de ti […], se alegra y goza contigo, te renueva con su amor; exulta y se alegra contigo como en día de fiesta» (So 3,17-18). Estas palabras del profeta Sofonías, dirigidas a Israel, pueden también ser referidas a nuestra Madre, la Virgen María, a la Iglesia, y a cada uno de nosotros, a nuestra alma, amada por Dios con amor misericordioso. Sí, Dios nos ama tanto que incluso se goza y se complace en nosotros. Nos ama con amor gratuito, sin límites, sin esperar nada en cambio. No le gusta el pelagianismo.  Este amor misericordioso es el atributo más sorprendente de Dios, la síntesis en que se condensa el mensaje evangélico, la fe de la Iglesia.

La palabra «misericordia» está compuesta por dos palabras: miseria y corazón. El corazón indica la capacidad de amar; la misericordia es el amor que abraza la miseria de la persona. Es un amor que «siente» nuestra indigencia como si fuera propia, para liberarnos de ella. «En esto está el amor: no somos nosotros que amamos a Dios, sino que es Él que nos ha amado primero y ha mandado a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados» (1 Jn 4,9-10). «El Verbo se hizo carne» – a Dios tampoco le gusta el gnosticismo-, quiso compartir todas nuestras fragilidades. Quiso experimentar nuestra condición humana, hasta cargar en la Cruz con todo el dolor de la existencia humana. Es tal el abismo de su compasión y misericordia: un anonadarse para convertirse en compañía y servicio a la humanidad herida. Ningún pecado puede cancelar su cercanía misericordiosa, ni impedirle poner en acto su gracia de conversión, con tal que la invoquemos. Más aún, el mismo pecado hace resplandecer con mayor fuerza el amor de Dios Padre quien, para rescatar al esclavo, ha sacrificado a su Hijo. Esa misericordia de Dios llega a nosotros con el don del Espíritu Santo que, en el Bautismo, hace posible, genera y nutre la vida nueva de sus discípulos. Por más grandes y graves que sean los pecados del mundo, el Espíritu, que renueva la faz de la tierra, posibilita el milagro de una vida más humana, llena de alegría y de esperanza.

Y también nosotros gritamos jubilosos: «¡El Señor es mi Dios y salvador!». «El Señor está cerca». Y esto nos lo dice el apóstol Pablo, nada nos tiene que preocupar, Él está cerca y no solo, con su Madre. Ella le decía a San Juan Diego: ¿Por qué tenés miedo, acaso no estoy yo aquí que soy tu madre? Está cerca. Él y su Madre. La misericordia más grande radica en su estar en medio de nosotros, en su presencia y compañía. Camina junto a nosotros, nos muestra el sendero del amor, nos levanta en nuestras caídas –y con qué ternura lo hace– nos sostiene ante nuestras fatigas, nos acompaña en todas las circunstancias de nuestra existencia. Nos abre los ojos para mirar las miserias propias y del mundo, pero a la vez nos llena de esperanza. «Y la paz de Dios […] custodiará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús» (Flp 4,7), nos dice Pablo. Esta es la fuente de nuestra vida pacificada y alegre; nada ni nadie puede robarnos esta paz y esta alegría, no obstante los sufrimientos y las pruebas de la vida. El Señor con su ternura nos abre su corazón, nos abre su amor. El Señor le tiene alergia a las rigideces.  Cultivemos esta experiencia de misericordia, de paz y de esperanza, durante el camino de adviento que estamos recorriendo y a la luz del año jubilar. Anunciar la Buena noticia a los pobres, como Juan Bautista, realizando obras de misericordia, es una buena manera de esperar la venida de Jesús en la Navidad. Es imitarlo a Él que dio todo, se dio todo. Esa es su misericordia sin esperar nada en cambio.

Dios se goza y complace muy especialmente en María. En una de las oraciones más queridas por el pueblo cristiano, la Salve Regina, llamamos a María «madre de misericordia». Ella ha experimentado la misericordia divina, y ha acogido en su seno la fuente misma de esta misericordia: Jesucristo. Ella, que ha vivido siempre íntimamente unida a su Hijo, sabe mejor que nadie lo que Él quiere: que todos los hombres se salven, que a ninguna persona le falte nunca la ternura y el consuelo de Dios. Que María, Madre de Misericordia, nos ayude a entender cuánto nos quiere Dios.

A María santísima le encomendamos los sufrimientos y las alegrías de los pueblos de todo el continente americano, que la aman como madre y la reconocen como «patrona», bajo el título entrañable de Nuestra Señora de Guadalupe. Que «la dulzura de su mirada nos acompañe en este Año Santo, para que todos podamos redescubrir la alegría de la ternura de Dios» (Bula Misericordiae vultus, 24). A Ella le pedimos en este año jubilar que sea una siembra de amor misericordioso en el corazón de las personas, de las familias y de las naciones. Que nos siga repitiendo: “No tengas miedo, acaso no estoy yo aquí que soy tu madre, Madre de misericordia”. Que nos convirtamos en misericordiosos, y que las comunidades cristianas sepan ser oasis y fuentes de misericordia, testigos de una caridad que no admite exclusiones. Para pedirle esto, de una manera fuerte, viajaré a venerarla en su Santuario el próximo 13 de febrero. Allí pediré todo esto para toda América, de la cual es especialmente Madre. A Ella le suplico que guíe los pasos de su pueblo americano, pueblo peregrino que busca a la Madre de misericordia, y solamente le pide una cosa: que le muestre a su Hijo Jesús.