En estos días hemos podido leer y meditar la experiencia del pueblo de Israel en Egipto y su milagrosa salida. Nos conmueve la crueldad del Faraón, tal vez por la familiaridad que tiene con los poderosos de nuestro tiempo que se ensañan con los migrantes. Hoy la principal causa de la pobreza en el mundo se debe a las migraciones que producen la violencia y las condiciones de hostilidad hacia un determinado pueblo, grupo religioso o etnia.
Es sorprendente escuchar al pueblo israelita reclamarle a Moisés que ellos no pidieron huir, que ellos preferían que los dejasen en paz en su condición de esclavitud, aunque fueran muriendo por las fatigas, penurias y falta de oportunidades que tenían en su estancia en Egipto, incluso que les mataran a sus hijitos varones en el río.
Más sorprendente es escuchar a Moisés, prefigura de Cristo, no enojarse por este reclamo. Entiende que hablan por el miedo a perecer como los discípulos en la barca. Viene el faraón tras ellos y están a las orillas del mar que se presenta contundente e implacable. Nosotros ya sabemos que iba a intervenir Dios de un modo insólito abriendo el mar, pero eso es algo nuevo y tan original que nadie se atrevería ni a pensar.
Al principio uno puede pensar que son muy raros esos israelitas que todavía no creen en el gran caudillo que Dios suscitó, después de ver como las pestes golpearon a los egipcios. La realidad es que somos del mismo barro que ellos y muchas veces seguir a Nuestro Señor da miedo y uno quiere regresarse a como estaba, que al final «ni estaba tan mal». Un poco recuerda a Jonás, que no quería ir porque sabía que Dios es misericordioso y iba a acabar perdonando a los Ninivitas, pero a él le iba a ir bastante mal.
Ese es el mérito de aquellos profetas y hombres y mujeres de fe que dicen: «heme aquí Señor, mándame a mí». María, se vuelve en causa de nuestra alegría, al decir «aquí estoy», y nosotros sabemos cómo fue la historia, pero Ella la fue aceptando a cada momento diciendo «hágase». Y lo dijo ante las sospechas de José y no defenderse, sino esperar que Dios fuera su refugio y lo resolviera todo, lo dijo a punto de dar a luz en un lugar oscuro y húmedo, con olor a animales, porque nadie les abrió una puerta, lejos de su familia y sus cosas que para una mujer parturienta son pequeños detalles que le dan seguridad y consuelo. Se mantuvo en su «sí» cuando iba gozosa a presentar a su hijo a Dios y la respuesta fue algo así como: que bueno que ya llegó, que alegría, pero prepárate para sufrir porque la gente se va a contrariar y lo va a rechazar. Lo dijo cuando tuvo que salir corriendo para que no matasen al niño, dejando a cientos de madres desgarradas de dolor porque les mataron a sus hijos que nada mal habían hecho y nada sabían del Mesías. En fin, así hasta verlo en la Cruz cuando lo único que había hecho era el bien.
Hoy nos interpela el éxodo de los israelitas a la luz del éxodo de la Sagrada Familia. Debemos meditar si somos lo suficientemente generosos con Dios para dejar nuestros estados de seguridad y confiar que sí Dios nos pide que le sigamos, es para llevarnos a mejores tierras, para llevarnos a otros. Podemos responder como el joven rico, que apegado a sus bienes no quiso ver lo mucho que pudo haber ganado en esta vida y en la eternidad.
María es causa de nuestra alegría porque nos trajo al Libertador. Cada uno de nosotros podemos ser causa de la alegría de nuestros hermanos si les llevamos la liberación de Cristo, por la luz de sus palabras, por la calidez de su amor, por la fuerza de sus sacramentos, por la alegría de la familia de Dios que es la Iglesia donde nadie debe sentirse solo o incomprendido. Es Jesús mismo la alegría de los que lloran, de los que sufren, de los que tienen hambre y sed de justicia, de los que son perseguidos. El se da a sí mismo porque no hay mayor alegría que sabernos profundamente amados por Dios, es la libertad del enamorado, donde toda deuda queda pagada. Sólo nos pide una cosa: confianza en su bondad y generosidad para llevarlo a otros.