Cuando se quiere mejorar la oración, un camino es el de disponer el corazón, cultivar las actitudes del orante. La actitud de hijo, de criatura, de pecador, de discípulo, de amigo… Cada actitud dispone para el diálogo con el Señor. Con sus dones el Espíritu Santo configura estas posturas del corazón y suscita la oración «de los santos según Dios» (Rm 8, 26).
El don de temor de Dios
Con el don llamado temor de Dios, el Espíritu Santo nos eleva a palpar la santidad transcendente de Dios. No se teme el castigo de Dios, sino que el alma llena de amor y consciente de su fragilidad, teme llegar a ofenderle a Dios, a perderle. Se podría hablar de un don de la reverencia, de la capacidad de descubrir la grandeza de Dios, motivo de adoración y alabanza.
¿Amor o temor?
Sin embargo, hay motivo para mantener la cualidad del «temor», pues se falsifica nuestra relación con Dios si nos olvidamos de quienes somos, de nuestra condición de creaturas y especialmente de nuestra fragilidad como pecadores: de los pecados cometidos, y del peligro de cometerlos. En la oración, cuánto más auténtica es nuestra toma de conciencia de la presencia de Dios, tanto más queda sobrecogida el alma, temerosa de no estar a la altura, de no prestarle al Señor la reverencia que merece.
Los frutos del Espíritu Santo, el don de temor de Dios y la oración
Cuando el Espíritu Santo se hace presente actuando el don, entramos de pronto con claridad y viveza en la experiencia inmediata de la santidad del Señor. Quizás es mejor que cada uno acuda a la propia experiencia, a los momentos en que ha sido más evidente la acción de Él. No en las emociones, sino en la actitud del alma. No sólo «sentir la grandeza de Dios», o «sentir su santidad», sino sentirse a la vez colmado de la experiencia de su grandeza y de la propia indignidad y fragilidad.
Surgen espontáneas en el alma la adoración y alabanza de Dios por un lado, y por otro la actitud humilde de quien se sabe creatura y aún pecador: «el publicano no levantaba la mirada sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!» (Lc 18, 13). Pensemos en las figuras de los grandes orantes: Moisés descalzándose delante de la zarza ardiente. Isaías que exclama: «Ay de mí, soy un hombre de labios impuros». San Pablo que cae al suelo cuando Cristo le aparece en el camino. La misma Santísima Virgen María se turba frente al saludo del Ángel.
A esta luz hemos de querer y pedir que nuestro corazón sea auténtico delante del Señor: «¿Quién soy yo, Señor, para entrar en tu presencia? Una pobre creatura cargada de iniquidad, pero desde mi miseria yo te adoro rendidamente. Te pido perdón de mis muchos pecados».
De modo paradójico, este santo temor también se hace alegría cuando desde el amor cantamos la gloria de Dios: «Recordad la exclamación estupenda del himno de la Santa Misa festiva, llamado precisamente el Gloria: «te damos gracias por tu inmensa gloria»» (Pablo VI, 25 de abril de 1973)
¿Cómo cultivar el don de temor de Dios?
¿Podemos cultivar este don, hacer algo nosotros para alcanzar o secundar la acción del Espíritu Santo en nuestra oración? El cultivo de las virtudes correspondientes, la corrección de los defectos, la súplica perseverante y la espera confiada son todas actitudes que preparan el terreno para la acción del Espíritu. Y el alma queda libre para dejarse guiar u oponerse a la acción divina.
Para el don del temor de Dios, podemos reflexionar sobre nuestras actitudes como creaturas. Sobre la seriedad que damos a la cita con Él en la meditación. Sobre el trato que le damos: el respeto, la reverencia, la atención, las posturas. Sobre la sinceridad de nuestra pena cuando nos percatamos de las distracciones involuntarias. Sobre cómo reaccionamos cuando hay cansancio, calor o aridez: ¿es enojo, molestia? ¿o pena, vergüenza? Luego, de manera más importante, sobre nuestra conciencia y nuestro sentido del pecado. Nuestro deseo de ser puro y santo en su presencia, de que él nos purifique.
Y, finalmente, buscar meditar, contemplar, saborear las grandezas de Dios.
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Autor: P. Donal Clancy, L.C.
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