Dijimos en el capítulo anterior que “la palabra era Dios”, y también, que “Dios es silencio”. Algo similar, incluso más claro, es lo que el libro del Eclesiastés aconseja al hombre: “todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo… hay tiempo para callar y tiempo para hablar” (Ecl 3, 1.7). Es decir, la Sagrada Escritura aconseja al hombre que en su vida es necesario y conveniente guardar silencio. Veamos cómo, cuándo y porqué.
Hay tiempo para callar
El silencio en la vida social
Como virtud humana, las Escrituras recomiendan silencio en algunos momentos de la vida social.
Advierte que con frecuencia se guarda silencio por cobardía o miedo, cosa que no es correcta. Así Mardoqueo advierte a la reina Ester ante el decreto de Amán para exterminar a los judíos: “si te empeñas en callar en esta ocasión, por otra parte vendrá el socorro y la liberación de los judíos, mientras que tú y la casa de tu padre pereceréis” (Est 4, 14).
“Quien calla otorga” dice el refrán popular. También los escritos sagrados reconocen que el silencio puede expresar aceptación o reconocimiento de votos y promesas: “si su padre se entera de su voto o del compromiso que ha contraído, y no le dice nada, serán firmes todos sus votos y todos sus compromisos” (Num 30, 5).
Pero desde el punto de vista humano el silencio es, sobre todo, expresión de prudencia, de control de uno mismo, de dominio de sí ante las provocaciones de circunstancias o personas: “quien reprime sus labios es sensato” (Prov 10, 19), “el hombre discreto calla” (Prov 11, 12). El ejemplo más claro lo tenemos en la actitud de Cristo ante la provocación de los fariseos cuando le presentan la mujer adúltera: “Jesús inclinándose, se puso a escribir en la tierra” (Jn 8, 6) y guardó silencio.
El silencio en la vida espiritual
Mayor importancia tienen las enseñanzas escriturísticas sobre la virtud del silencio en la vida espiritual y sobrenatural.
No todo silencio es bueno pues puede ser señal de temor en confesar a Dios: Jesús “respondió: “os digo que si estos callan gritarán las piedras” (Lc 19, 40). Es decir, no podemos ocultar la propia fe: “como dice la escritura: “creí, por eso hablé” (2 Cor 4, 13). La valentía de Jesucristo durante su pasión es claro signo del deber de manifestar la propia fe: “Sí, tú lo has dicho. Y yo os declaro que a partir de ahora veréis al hijo del hombre sentado a la diestra del poder” (Mt 26, 64).
Al interno de la vivencia de la fe, el silencio es expresión de compunción y vergüenza tras el propio pecado, como ocurrió con el santo Job: “He hablado a la ligera: ¿qué voy a responder? Me taparé mi boca con mi mano” (Job 40, 4). Como advierte también Cristo en la parábola de los invitados a la boda: “Le dijo: ‘amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de boda?’ Y él se quedó callado” (Mt 22, 12).
La adoración ante la grandeza del Señor, con temor y respeto, lleva también a guardar silencio, como describe Jeremías en sus lamentaciones: “en tierra están sentados, en silencio, los ancianos de la hija de Sión;… inclinan su cabeza hasta la tierra las vírgenes de Jerusalén” (Lam 2, 10). Lo mismo ocurrió con los apóstoles tras presenciar la transfiguración: “Y cuando la voz hubo sonado, se encontró Jesús solo. Ellos callaron, y por aquellos días no dijeron nada a nadie de lo que habían visto” (Lc 9, 36).
Silencio y confianza
Pero sobretodo el silencio es fruto de la confianza en Dios. Solamente quien se sabe en las manos de Dios por encima de los avatares humanos es capaz de hacer silencio en la propia vida: “Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que le trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca” (Is 53, 7). Precisamente así se comportó Jesucristo: “Mientras los sumos sacerdotes y los ancianos le acusaban, no respondió nada. Entonces le dice Pilato: ‘¿No oyes de cuántas cosas te acusan?’ Pero él a nada respondió, de suerte que el procurador estaba muy sorprendido” (Mt 27, 12-14). Días antes, Él mismo había enseñado cómo Dios escucha la voz del silencio, la de aquella mujer que, callada, le ungió los pies: “Yo os aseguro: dondequiera que se proclame esta Buena Nueva, en el mundo entero, se hablará también de lo que ésta ha hecho para memoria suya” (Mt 26, 13).
El silencio confiado se expresa de modo especial de cara a la propia salvación: “Bueno es esperar en silencio la salvación de Yavhé” (Lam 3, 26) pues el creyente sabe que “Yavhé peleará por vosotros, que vosotros no tendréis que preocuparos” (Ex 14, 14). Eso no quita que se experimente un cierto temor ante el juicio divino: “Desde los cielos pronuncias la sentencia, la tierra se amedrenta y enmudece cuando Dios se levanta para el juicio, para salvar a todos los humildes de la tierra” (Sal 76, 9.10). Y en el Apocalipsis se lee: “Cuando el Cordero abrió el séptimo sello, se hizo silencio en el cielo” (Ap 8, 1).
Silencio y oración
Tras haber presentado cómo las Sagradas Escrituras invita al hombre ha vivir la virtud del silencio sea como virtud humana y social sea como virtud espiritual y sobrenatural, terminamos este recorrido escriturístico anotando algunas recomendaciones y sugerencias sobre la necesidad del silencio para la vida de oración.
Hermosa es la imagen que usa el salmista para expresar la actitud interior que debe tener el alma para acceder a la intimidad con el Señor: “Mantengo mi alma en paz y silencio como niño destetado en el regazo de su madre. ¡Cómo niño destetado está mi alma en mí!” (Sal 131, 2). Con toda propiedad el alma orante puede comparar sus momentos de oración a los de un bebé en brazos de su madre. Por una parte, se sabe totalmente protegida por Dios, por otra recibe el calor y consuelo de su regazo, y siempre sabe que, en cuanto lo necesite, es alimentada por la abundancia de su palabra. En resumen, quien ora, se sabe amado por Dios, como el bebé por su mamá.
Cristo enseña a sus discípulos que tienen que ser como niños para entrar en ambiente de oración y entender la palabra divina: “En aquel tiempo tomando Jesús la palabra dijo: ‘Yo te bendigo, padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños’” (Mt 11, 25). Él mismo se iba solo, a orar en silencio, llamando a Dios: “Abba, Padre” (Mc 14, 36).
Su principal discípula así lo entendió y vivió: “María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón… Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón” (Lc 2, 19.51). El evangelista presenta como lugar de oración de María su propio corazón. Silencio amoroso. Es necesario hacer silencio en todo nuestra realidad humana para encontrarnos por amor con el Amado.
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