La virtud del silencio abarca los diversos niveles del ser humano. Reflexionemos, primeramente, sobre el silencio exterior, el silencio de los sentidos. ¿Cómo vivir este silencio que es la puerta para todos los demás?
Hoy todo es brillo, propaganda que excita la imaginación y los sentidos. Actualmente se habla mucho y de todo. El desorden y el derroche externo reclaman y hablan a los sentidos, pero no se piensa, no se reflexiona, no se pesan las cosas, todo pasa.
Llenarnos de Dios
Pablo VI había advertido que “El silencio es una condición admirable e indispensable del espíritu cuando nos encontramos envueltos en tantos clamores y gritos provenientes de esta ruidosa e hipersensibilizada vida moderna”. (Nazareth, 5 de enero de 1964).
El segundo capítulo del Génesis nos presenta un pasaje que nos puede hacer entender la necesidad del silencio: “Entonces el señor Dios modeló al hombre de arcilla de la tierra, sopló en su nariz aliento de vida y el hombre se convirtió en un ser vivo”. El hombre está hecho de arcilla, es decir, tiene un cuerpo, y recibe un soplo, que es su espíritu. Así, nuestra arcilla está hecha para llenarla de vida, para llenarla de Dios.
Había una vez…
Nuestro cuerpo es nuestro hogar. En él podemos acoger a Dios o podemos invitar las diversas cosas del mundo.
Cuentan de un rey muy rico que, cosa extraña para un personaje de su categoría, tenía fama de ser indiferente ante las riquezas materiales y, a la vez, ser un hombre de profunda espiritualidad. Movido por la curiosidad un súbdito quiso averiguar el secreto del soberano para no dejarse deslumbrar por el oro, las joyas y los lujos excesivos que caracterizaban a la nobleza de su tiempo.
– Majestad, ¿cuál es su secreto para cultivar su vida espiritual en medio de tanta riqueza?
– Te lo revelaré –respondió el rey–, pero antes tendrás que superar una prueba. Recorrerás mi palacio para que conozcas la magnitud de mi riqueza. Durante el recorrido, llevarás en tu mano una vela encendida. Si durante el trayecto se te apaga, te decapitaré.
El vasallo no tenía más remedio que aceptar la prueba después de su osadía. Recorrió todo el palacio y logró llegar nuevamente ante el rey con la llama encendida.
Le preguntó el rey:
– ¿Que te han parecido mis riquezas?
– No vi nada –respondió el osado curioso–, he estado todo el tiempo preocupado de que la llama no se apagara.
– Ese es mi secreto –afirmó satisfecho el rey–. Estoy tan ocupado tratando de avivar mi llama interior, que no me interesan las riquezas de fuera.
Paz y serenidad interior
En efecto, muchas veces deseamos vivir como buenos cristianos y tener una más rica vida espiritual, pero sin decidirnos a apartar la mirada de las cosas, que nos rodean y deslumbran con su aparente belleza, y de las trivialidades y preocupaciones de la vida, que nos roban la paz y la serenidad interior.
Si queremos esa paz y serenidad interior, necesitamos concentrarnos en la llama. Y cuanto más concentrados en la llama, menos nos preocuparemos o distraeremos de las cosas de fuera.
Callarse, abstenerse del ruido, no es el silencio; es únicamente un aspecto externo del silencio.
El silencio es un hábito de interiorización, mediante el cual podemos recogernos en nosotros mismos. Se trata, como dueños de nuestro cuerpo, de invitar a nuestro hogar solamente aquellas realidades que nosotros queremos, que nosotros necesitamos.
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