«El amor demanda la perfección del amado. El amor puede perdonar los defectos y continuar amando a pesar de ellos: pero el amor no puede dejar de desear su eliminación. De todos los poderes, el amor es el que perdona más pero excusa menos, se complace con poco pero pide todo.»
C.S. Lewis
Dios me ama y yo nunca lo he dudado. Incluso en los momentos de más oscuridad, de dolor o de temor, nunca se me ha ocurrido que Él permita que las cosas pasen porque le soy indiferente o porque me esté castigando. Siempre me ha permitido experimentar el dulce consuelo de su amor infinito, que de hecho es lo que me ha mantenido de pie. Esto no es de ninguna manera mérito mío, sino una gracia inmerecida que Él me ha dado, confirmando así que su amor es el principio y fin de todo.
Curiosamente, el mismo amor que se deja encontrar en circunstancias dif íciles, cuando lo buscamos desesperadamente, pasa muchas veces desapercibido cuando todo marcha bien. Se requiere un esfuerzo activo para descubrirlo en todo aquello que damos por un hecho, en todo lo que ya no nos maravilla, ni nos asombra, en lo que hacemos por costumbre o rutina. ¿Cuántas veces Señor te he recibido en la Eucaristía, la muestra más patente de tu amor por mí, y mi mente ha estado lejos? ¿Cuántas veces me he privado de disfrutar de tu amorosa presencia real dentro de mí?
Paradójicamente, mientras más amor encuentro, mientras más evidente es para mí ver a Dios y a su Providencia en todo, más trabajo me cuesta entender. Siempre me quedo corta ante una realidad que evidentemente me sobrepasa, ante un misterio que no puedo aprehender pero que es tan real y tan perceptible que deja fuera de lugar la más mínima duda.
Santa Teresa dice “solo Dios basta” y yo lo sé, lo creo. Sin embargo, he pasado gran partede mi vida buscando el amor de las criaturas, amores imperfectos que satisfagan mi sensibilidad y mi sensualidad; cuando en realidad el amor que Dios me tiene es gratuito, infinito e incondicional. Nada me falta. Lo tengo todo.
Nunca hubiera soñado descubrirme amada de esa forma, supera todas mis expectativas y deja en mí un deseo ardiente de correspondencia, el cual a pesar de mi máximo esfuerzo, no será suficiente. Sé que nunca podré llamarme digna del amor de Dios, pero no es necesario, Él quiere amarme de todas formas.
Tal como dice el texto, el amor verdadero demanda la perfección del amado. El carácter incondicional del amor Divino, no implica que yo pueda cesar en la lucha de crecer en caridad día a día. Fallo diariamente en el intento, caigo a cada minuto, sólo para percatarme que Dios sigue ahí, amándome incluso en el momento mismo en el que mi libre voluntad escoge alejarse de Él.
Sí, he llegado a tener miedo de lo que Dios pueda pedirme. El egoísmo a menudo me dirige a pensar que yo merezco ser feliz, que no tengo que hacer nada más a cambio, que ya he tenido suficientes penas; olvidando que la felicidad terrenal que he experimentado, y que es mucha, no es el resultado de mis lágrimas sino de la sangre derramada por Cristo en la cruz. La misma sangre que selló Su alianza y promesa de felicidad total y perpetua en la eternidad del cielo.
Sé que Dios no necesita mi amor, pero Él sembró en mí el deseo de dárselo y sé que mis intentos lo conmueven.
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