Cuando Dios te ve, ¿qué ve en ti? (Segunda Parte)

1950
Cuando Dios te ve, ¿qué ve en ti? (Segunda Parte)

(Continuación de la primera parte)

 El ejemplo de San Juan Diego. Juan Diego era una persona muy bien ubicada. Cuando se le apareció la Virgen de Guadalupe, él se sintió completamente indigno y le dijo a María: «soy solo un hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda…”

La Virgen María lo trataba a él con gran cariño. Le decía: “el más pequeño de mis hijos”, “Juanito, Juan Dieguito”, “hijito mío”.

En la homilía de la ceremonia de canonización de San Juan Diego, el Papa Juan Pablo II lo ofreció a la Iglesia como ejemplo de humildad:

¿Cómo era Juan Diego? ¿Por qué Dios se fijó en él? El libro del Eclesiástico, como hemos escuchado, nos enseña que sólo Dios “es poderoso y sólo los humildes le dan gloria” (3, 20). También las palabras de San Pablo proclamadas en esta celebración iluminan este modo divino de actuar la salvación: “Dios ha elegido a los insignificantes y despreciados del mundo; de manera que nadie pueda presumir delante de Dios” (1 Co 1, 28.29).

¿Cómo me ve Dios?

Algunas de nuestras verdades fundamentales son:

  • Soy creatura, por tanto: limitado, frágil, dependiente, todo lo he recibido gratuitamente de Dios
  • Soy hijo de un Padre que es Amor, que me ama personalmente y que espera una respuesta de amor
  • Soy bautizado, templo de la Trinidad que ha tomado morada en mí
  • Soy pecador, con todo el peso de mi miseria y mi pecado, he sido rescatado a precio de sangre por Cristo Redentor
  • Soy buscador de Dios, tengo sed de felicidad, sed de Dios, busco la verdad.
  • Soy peregrino, en el tiempo camino a la eternidad: estoy de paso en este mundo, que es a la vez un lugar maravilloso y un valle de lágrimas, por un tiempo de duración desconocida…

¿Sólo lo pienso o también lo experimento?

Creo que son cosas tan profundas que no pueden darse por supuestas. Son verdades que constituyen la médula de nuestra identidad. Pero deben ser verdades también profundamente sentidas, convicciones fundamentales.

Es muy diferente saber que el ser humano es mortal a recibir la noticia de que tienes un cáncer mortal y que te quedan pocos días de vida. Quien sabe que está para morir adquiere una conciencia hiriente y lúcida de su condición y se confía plenamente a la misericordia de Dios Padre.

La Iglesia nos enseña a orar con humildad

Entrar a la oración de esta forma lo aprendemos de la Iglesia, a través de la liturgia de la misa, que nos enseña a iniciar la oración por el reconocimiento de nuestra condición de pecadores: “Yo confieso ante Dios todopoderoso…” Los sacerdotes nos preparamos para la celebración eucarística con oraciones como la que nos enseña Santo Tomás de Aquino:

“Dios eterno y todopoderoso, me acerco al sacramento de tu Hijo unigénito, nuestro Señor Jesucristo, como se acerca el enfermo al médico, el pecador a la fuente de misericordia, el ciego al resplandor de la luz eterna y el pobre e indigente al Dios del cielo y de la tierra.

También la oración de San Ambrosio para iniciar la misa está cuajada de una reiterada toma de conciencia de la propia condición. Les comparto algunas frases:

 “Señor mío Jesucristo, me acerco a tu altar lleno de temor por mis pecados, pero también lleno de confianza, porque estoy seguro de tu misericordia. (…) Señor, no me da vergüenza descubrirte a ti mis llagas. (…) Te adoro, Señor, porque diste tu vida en la cruz y te ofreciste en ella como Redentor por todos los hombres y por mí.”

A la pregunta: ¿cómo hay que presentarse ante Dios en la oración? ¿Con cuáles sentimientos y actitudes debemos iniciar la oración? Respondemos: Con humildad, auténticamente presente a ti mismo, vuelto hacia Él, con una conciencia profunda de tu identidad y condición.

Una oración hecha de esta manera no necesita palabras. Basta estar en Su presencia. Así de simple es la oración.


Autor, P. Evaristo Sada L.C.(Síguelo en Facebook)

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