La cercanía del padre da seguridad al hijo, los brazos de la madre tranquilizan al bebé, la presencia del pastor resguarda a las ovejas. Pero no basta que el padre esté para dar seguridad al hijo; si el hijo no se da cuenta reaccionará como si su padre no estuviera.
Sabemos que Dios nos acompaña a todas partes, que su brazo paternal nos protege en todo momento, que estamos siempre en su presencia. Pero una cosa es saberlo y otra tenerlo presente. A cada quien le toca avivar la conciencia de que está siempre bajo la mirada de su Padre y en sus brazos.
¿En qué consiste el hábito de la presencia de Dios?
«¡Qué lejos estás de mi presencia, mientras yo siempre estoy en la tuya! En todas partes estás presente e íntegra, y yo no te veo. Me muevo y existo en ti, y, sin embargo, no puedo alcanzarte. Estás dentro y alrededor de mí y no te siento.» (San Anselmo: Proslogion)
El hábito de la presencia de Dios consiste en permanecer junto a Cristo en estado de oración en medio de las actividades ordinarias; es acordarse de Dios donde quiera que te encuentres y dialogar familiarmente con Él, convirtiendo la vida ordinaria en tienda del encuentro. La presencia de Dios es la oración presente en toda la vida.
El estilo de Dios nos facilita el encuentro.
Él busca revelarse a través de múltiples medios. Dios está presente en todas las criaturas, especialmente en las personas. Las criaturas son manifestación del amor de Dios y de su belleza. Unas son más transparentes que otras, es decir, en unas es más fácil ver a Dios que en otras. A cada uno corresponde tomar conciencia de ello, descubrirle y llevarlo a la intimidad en forma de diálogo afectuoso. El que así procede es un hombre espiritual, que «habla con Dios como con un amigo, corazón a corazón» (Clemente de Alejandría), con toda naturalidad, en cualquier lugar y a partir de cualquier cosa.
Cultivar la sensibilidad
Hay personas que son naturalmente más sensibles, quiénes menos; unos y otros debemos cultivar esa sensibilidad para ser más contemplativos. Pensemos por ejemplo en la gran sensibilidad de San Francisco ante la naturaleza y de la Madre Teresa ante las personas. Por eso el Papa Benedicto nos exhorta a cultivar esta sensibilidad: «cuanto más habite Dios en nosotros, tanto más sensibles seremos también a su presencia en lo que nos rodea: en todas las criaturas, y especialmente en las demás personas, aunque a veces precisamente el rostro humano, marcado por la dureza de la vida y del mal, puede resultar difícil de apreciar y de acoger como epifanía de Dios. Con mayor razón, por tanto, para reconocernos y respetarnos como realmente somos, es decir, como hermanos, necesitamos referirnos al rostro de un Padre común, que nos ama a todos, a pesar de nuestras limitaciones y nuestros errores. (…) Quien sabe reconocer en el cosmos los reflejos del rostro invisible del Creador, tendrá mayor amor a las criaturas, mayor sensibilidad hacia su valor simbólico.« (Benedicto XVI, Homilía en la Solemnidad de la Santísima Madre de Dios, 1-01-2010).
La fe viva descubre a Cristo Resucitado
Cuando comencé a ofrecer talleres de oración para seglares di la mayor importancia a la meditación diaria. Poco después advertí que en el caso de los seglares debía insistir principalmente en la fe viva, es decir, en la capacidad de descubrir la presencia de Dios en todas las cosas y acontecimientos propias de la vocación de cada uno, y así vivir siempre de Su mano. Se trata de desarrollar una mayor familiaridad con Dios que nos permita reconocerlo en todo y en todos, especialmente en las personas más cercanas: tu esposo o esposa, tus hijos, tus hermanos, tus papás, las personas con quienes vivas, los miembros de tu comunidad si eres religioso. Pensemos en San Juan Evangelista que supo reconocer a Jesús cuando se les apareció después de la resurrección a la orilla del lago: «¡Es el Señor!» (Jn 21,7) Dichoso Juan: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8) Que así como Juan, el Espíritu Santo nos conceda reconocer al Señor en todas las personas y en todas partes.
No se trata de ver apariciones y milagros por todas partes, sino de percibir con la fe la presencia del Resucitado que vive en medio de nosotros. Me gusta mucho la oración de San Patricio:
«Cristo conmigo, Cristo frente a mí, Cristo tras de mí, Cristo en mí, Cristo a mi derecha, Cristo a mi izquierda, Cristo al descansar, Cristo al levantarme, Cristo en el corazón de cada hombre que piense en mí, Cristo en la boca de todos los que hablen de mí, Cristo en cada ojo que me mira, Cristo en cada oído que me escucha.»
¿Cuál es la práctica más necesaria en la vida espiritual?
El hermano Lorenzo de la Resurrección nos dice que: «La práctica más santa y necesaria en la vida espiritual es la práctica de la presencia de Dios. Consiste en complacerse y habituarse a la divina compañía, hablando humildemente con Él y conversando amorosamente con Él en todo momento, sin ninguna regla pero sin ninguna medida; especialmente en tiempo de tentación, sufrimiento, aridez, turbación e incluso de infidelidad y pecado.»
No ha de entenderse el hábito de la presencia de Dios como una actividad intensa, sino como un estado de oración, una conciencia viva de la Providencia de Dios, un saberse hijo de Dios y comportarse siempre como tal. Por la acción interior del Espíritu Santo y la fe viva del creyente, la revelación se actualiza en su oración continua, haga lo que haga. Así, la oración no serán uno, dos o tres momentos puntuales de la jornada, sino el ambiente en que se vive.
Termino con una oración de San Anselmo, continuación del texto que cité arriba:
«Te ruego, Señor, que te conozca y te ame para que encuentre en ti mi alegría. Y si en esta vida no puedo alcanzar la plenitud, que al menos crezca de día en día hasta que llegue a aquella plenitud. Que en esta vida se haga más profundo mi conocimiento de ti, para que allí sea completo; que tu amor crezca en mí para que allí sea perfecto, y que mi alegría, grande en esperanza, sea completa en la posesión.» (San Anselmo: Proslogion)
Autor, P. Evaristo Sada L.C.(Síguelo en Facebook)
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