Mi mamá y mi papá ya murieron. Papá murió cuando yo tenía catorce años; mamá, cuando yo iniciaba mis estudios de teología en la recta final al sacerdocio. Ya pasaron, pero están presentes en mi vida. Cuando apenas habían muerto, tenía muy vivo su recuerdo. Pasado el tiempo, su presencia no es ausencia, sino mucho más profunda y viva que un recuerdo.
Esta vivencia puede ayudarnos para el tema de vida espiritual que quisiera comentar hoy: el hábito de la presencia de Dios. No es lo mismo la presencia de una persona que amas y la presencia de Dios, pero en algo podría parecérsele y nos ayuda a entenderlo.
María guardaba la presencia de Jesús
Cuando Jesús salió de su casa y María se quedó sola, Ella estuvo siempre en su presencia. María acompañaba a su Hijo con su pensamiento y con todo su amor, aunque no estuviera físicamente a su lado. María gustaba en su corazón la presencia de Jesús, en su vida pública y después de su pasión y muerte. Además, sabía que Jesús la tenía siempre presente, se sabía muy amada por Él.
Seguramente, después de la muerte y resurrección de Jesús, la Virgen María enseñó a los apóstoles a seguir haciendo su vida de la mano de Cristo Resucitado. Les recordaría cómo Él les dijo: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20) y les enseñaría a tratar con Él aunque no lo vieran, ni lo escucharan, ni lo tocaran como lo hacían antes, sino a través de la fe. María fue maestra de oración para los apóstoles, les enseñó a actuar su fe (la oración es fe en acto), y así saberse siempre acompañados por el Maestro, dialogar con Él por el camino, consultarle en cualquier momento, tenerle siempre presente y hacer de su vida ordinaria una vida junto a Cristo.
Descubrir, guardar, gustar
Independientemente de lo que sintamos o no sintamos, por la fe creemos que Cristo está vivo, resucitó de entre los muertos y hoy vive en medio de nosotros y dentro de nosotros. Lo creemos y lo experimentamos: frecuentemente se hace presente a través de obras, personas y palabras. Jesucristo nos mira siempre, nos protege, está siempre allí para escucharnos, camina a nuestro lado.
Hagamos lo que hagamos estamos en la presencia de Dios. A nosotros nos corresponde descubrir su presencia, guardar su presencia, gustar su presencia.
Estamos hablando de una presencia que va más allá del recuerdo, es una unión íntima, parecida al compromiso matrimonial, que es donación mutua de por vida, una seguridad, una sola carne, un estado de vida. Pero en el caso de la unión con Dios es algo mucho más profundo todavía, pues se trata de la unión vital con Aquél que te creó porque te amó, que te conserva en la existencia porque eres su hijo, que vales tanto a sus ojos que siendo Dios se hizo hombre para salvarte y que ahora, por el Bautismo, Su sangre corre por tus venas y Él mismo habita en tu corazón: «¿No sabéis que sois santuarios de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (ICor 3,16)
La vida espiritual consiste en tomar conciencia de esta Presencia viva de Dios a nuestro lado y dentro de nosotros, gozarla y pregustar el día en que recibiremos su abrazo eterno y podremos abrazarlo y verlo cara a cara.
La oración continua
El contemplativo es aquél que se sabe de Cristo y está siempre con Cristo. Nunca se siente solo. Vive con la certeza de la presencia de Dios. Tiene el hábito de la presencia de Dios, experimenta la seguridad de saberse amado por Dios y la paz de estar en sus brazos; disfruta el recuerdo de Sus obras y palabras y cultiva la actitud de querer agradarle siempre. Su vida es oración continua.
Podrás decir: ¡Qué quisiera vivir así! Pues quiérelo, cultiva el deseo de la presencia de Dios. San Agustin, comentando el salmo 37, escribe:
«Todo mi deseo está en tu presencia. Por tanto, no ante los hombres, que no son capaces de ver el corazón, sino que todo mi deseo está en tu presencia. Que tu deseo esté en su presencia; y el Padre, que ve en lo escondido, te atenderá.
Tu deseo es tu oración; si el deseo es continuo, continua también es la oración. No en vano dijo el Apóstol: Orad sin cesar. ¿Acaso sin cesar nos arrodillamos, nos prosternamos, elevamos nuestras manos, para que pueda afirmar: Orad sin cesar? Si decimos que sólo podemos orar así, creo que es imposible orar sin cesar. Pero existe otra oración interior y continua, que es el deseo. Cualquier cosa que hagas, si deseas aquel reposo sabático, no interrumpes la oración. Si no quieres dejar de orar, no interrumpas el deseo. Tu deseo continuo es tu voz, es decir, tu oración continua.»
Permaneced en mí
Para Sor Isabel de la Trinidad la santidad consiste en estar siempre unido a la Trinidad. «¡Es tan buena esta presencia de Dios! Es allí, en el fondo, en el cielo de mi alma donde me gusta buscarle, pues nunca me abandona. «Dios en mí y yo en él». ¡Oh! Esta es mi vida». (…)
«Permaneced en mí (Jn 15,4). Es el Verbo de Dios quien da esta orden, quien manifiesta esta voluntad. Permaneced en mí no sólo unos instantes, algunas horas pasajeras, sino permaneced… de un modo permanente, habitual. Permaneced en mí, orad en mí, adorad en mí, amad en mí, sufrid en mí, trabajad, obrad en mí. Permaneced en mí para presentaros a cualquier persona, a cualquier cosa, penetrad siempre cada vez más en esta profundidad».
De esta manera la oración se identifica con nuestra vida, es el centro de la vida, no momentos puntuales y marginales. Y la vida misma, todo lo que nos suceda, cualquier persona que encontremos, hagamos lo que hagamos, todo podrá ser ocasión de encuentro con Cristo.
En una nota posterior comentaré algunos medios prácticos que pueden ayudar a cultivar la presencia de Dios durante el día.
Autor, P. Evaristo Sada L.C.(Síguelo en Facebook)
El contenido de este artículo puede ser reproducido total o parcialmente en internet siempre y cuando se cite su autor y fuente originales: www.la-oracion.com y no se haga con fines de lucro.