¿Cómo oran los santos? Un ejemplo

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¿Cómo oran los santos? Un ejemplo

Muchas veces nos preguntamos: ¿Cómo se dirige a Dios un santo? ¿Cómo es su diálogo con la Virgen? Porque al contemplar su figura, nos sentimos atraídos a alcanzar esta misma intimidad con Dios; a vivirla con la misma pasión.

Hoy, día de la Anunciación, San Bernardo nos regala una auténtica joya: un ejemplo de cómo se dirigía a María, meditando justamente en el pasaje que hoy nos presenta la Liturgia.

Que la contemplación de estas líneas nos ayuden a profundizar y ahondar más en cómo orar: no sólo con la mente sino, sobre todo, con el corazón:

Orar con el corazón y no sólo con la mente

«Oíste que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que le envió.

Esperamos también nosotros, Señora esta palabra de misericordia, a los cuales tiene condenados a muerte la divina sentencia, de que seremos librados por tus palabras.

Ve que se pone entre tus manos el precio de nuestra salud; al punto seremos librados si consientes.

Por la palabra eterna de Dios fuimos todos criados, y con todo eso morimos; mas por tu breve respuesta seremos ahora restablecidos para no volver a morir.

Esto te suplica, ¡oh piadosa Virgen , el triste Adán, desterrado del paraíso con toda su miserable posteridad.

Esto Abraham, esto David con todos los santos Padres tuyos, los cuales están detenidos en la región de la sombra de la muerte; esto mismo te pide el mundo todo postrado a tus pies.

Y no sin motivo, aguarda con ansia tu respuesta, porque de tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salud, finalmente, de todos los hijos de Adán, de todo vuestro linaje.

Da, ¡oh Virgen!, aprisa la respuesta.

¡Ah!, Señora, responde aquella palabra que espera la tierra, que espera el infierno, que esperan también los ciudadanos del cielo.

El mismo Rey y Señor de todos, cuanto deseó tu hermosura, tanto desea ahora la respuesta de tu consentimiento; en la cual sin duda se ha propuesto salvar el mundo.

A quien agradaste por tu silencio agradarás ahora mucho más por tus palabras, pues El te habla desde el cielo diciendo: ¡Oh hermosa entre las mujeres, hazme que oiga tu voz! Si tú le haces oír tu voz, El te hará ver el misterio de nuestra salud.

¿Por ventura, no es esto lo que buscabas, por lo que gemías, por lo que orando días y noches suspirabas? ¿Qué haces, pues?

¿Eres tú aquella para quien se guardan estas promesas o esperamos otra? No, no; tú misma eres, no es otra.

Tú eres, vuelvo a decir, aquella prometida. aquella esperada, aquella deseada, de quien tu santo padre Jacob, estando para morir, esperaba la vida eterna, diciendo: Tu, salud esperaré., Señor».

En quien y por la cual Dios mismo, nuestro Rey, dispuso antes de los siglos obrar la salud en medio de la tierra.

¿Por qué esperaras de otra lo que a ti misma te ofrecen? ¿Por qué aguardarás de otra lo que al punto se hará por ti, como des tu consentimiento y respondas una palabra?

Responde, pues, presto al ángel, o, por mejor decir, al Señor por el ángel; responde una palabra y recibe otra palabra; pronuncia la tuya y concibe la divina; articula la transitoria y admite en tí la eterna.

¿Qué tardas? ¿Qué recelas? Creo, di que sí y recibe.

Cobre ahora aliento tu humildad y tu vergüenza confianza. De ningún modo conviene que tu sencillez virginal se olvide aquí de la prudencia.

En sólo este negocio no temas, Virgen prudente, la presunción; porque, aunque es agradable la vergüenza en el silencio, pero más necesaria es ahora la piedad en las palabras.

Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Criador.

Mira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta. ¡Ay si, deteniéndote en abrirle, pasa adelante, y después vuelves con dolor a buscar al amado de tu alma! Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento».

(San Bernardo, sobre la excelencia de la Virgen Madre, n. 9).


Autor: P. Juan Antonio Ruiz J., L.C.
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