¡Venga tu Reino!
Roma, 20 de noviembre de 2011
A todos los miembros y amigos del Regnum Christi
en ocasión de la solemnidad de Cristo Rey
Muy estimados en Jesucristo:
Siempre es un gusto dirigirme a ustedes, queridos miembros y hermanos del Regnum Christi, ante todo para agradecerles el testimonio de su entrega generosa, sus oraciones y tantas muestras de apoyo. Este día, tan querido por toda la Iglesia y la familia del Movimiento, me ofrece la oportunidad de compartir con ustedes algunas reflexiones que pueden ayudarnos a seguir viviendo nuestra vocación cristiana y de apóstoles, como Dios espera de nosotros.
Sabemos que el Movimiento es una obra del corazón de Cristo. Es Él quien nos ha invitado personalmente a ser testigos de su amor y a extender su Reino entre nuestros hermanos. Hoy fijamos en Él nuestra mirada agradecida por todas sus bendiciones, por todo el bien que hace a través de cada uno de ustedes. Cuánto nos estimula y consuela contemplar a Cristo, verdadero Rey universal, cuyo inmenso amor siempre es más fuerte que todas las formas de mal en el mundo. Como a los primeros discípulos, nos asegura su presencia real en medio de nosotros hasta el final de los tiempos. Él es, en verdad, el culmen de nuestras aspiraciones, quien revela plenamente la dignidad de cada hombre a los ojos de Dios y quien nos asegura el triunfo definitivo de su amor.
Su reinado es muy diferente a los de este mundo. Cristo se nos presenta como verdadero Rey de la paz, manso y humilde de corazón. Ejerce su soberanía desde el trono de la Cruz. Con su humildad nos llena de su paz y nos pide imitar su corazón, manso y humilde. Fijamos en Él nuestra mirada para revestirnos de sus mismos sentimientos, para dejarnos penetrar de su amor hacia todos los hombres. Queremos aprender de su ejemplo a servir a nuestros hermanos, como el camino seguro para llegar a reinar con Él.
Dado que la oración es la que nos lleva a asemejarnos a Cristo cada vez más, quisiera reflexionar con ustedes sobre este tema. Nuestra vida personal es un reflejo de lo que es nuestra oración. El Papa Benedicto XVI está ahora ofreciendo una serie de catequesis sobre la oración. En ellas nos presenta muy valiosas enseñanzas, pero sobre todo nos abre su corazón, pues es ahí, en la unión con Dios donde encuentra la luz y la fuerza para guiar a la Iglesia. También nosotros estamos llamados a hacer de la oración no sólo un medio de crecimiento espiritual y de santificación, sino una necesidad vital, algo sin lo que realmente no podríamos vivir.
Encuentro con Dios que nos transforma
La oración cristiana es, ante todo, un encuentro con Cristo en el que contemplamos su amor por nosotros. Es necesario nuestro esfuerzo para disponernos adecuadamente a entrar en su presencia, pero sabemos que el protagonista de la oración es Dios y a nosotros nos corresponde permanecer en una actitud de escucha y acogida. San Agustín lo expresa con estas hermosas palabras: «La oración es el encuentro de la sed de Dios con la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él» (San Agustín, De diversis quaestionibus octoginta tribus 64, 4).
Este encuentro con Cristo, si nosotros acudimos abiertos y bien dispuestos, nos transforma en lo más profundo de nuestro ser. La oración cambia nuestro modo de ver, de pensar, de sentir. En la oración, Dios nos da un corazón nuevo, capaz de amar, de perdonar, de entregarse. Y esto porque la oración, al ser un encuentro con Cristo, nos permite tocar su corazón y que Él haga poco a poco el nuestro como el suyo (cf. Mt 11, 29), nos hace conocer y asumir sus sentimientos (cf. Flp 2, 5), pero al mismo tiempo enjuga nuestras lágrimas (cf. Is 25, 8).
Ésa es la transformación más misteriosa: donde toca nuestro corazón, lo sana, lo libera, lo lanza, haciéndolo semejante al suyo.
En este periodo especial que estamos viviendo, Dios nos invita a vivir muy cerca de Él, a dejar que sea Él quien sane las heridas del alma, quien nos consuele y nos siga mostrando su proyecto de amor sobre el Movimiento y sobre cada uno de nosotros: la santidad. En la ceremonia de canonización que presidió el Papa hace algunas semanas, el rasgo que más destacó de los tres nuevos santos en la homilía fue este dejarse transformar por el amor de Dios y ser reflejo de ese amor para nuestros hermanos, hasta poder decir como san Pablo «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). Comentaba el Santo Padre: «se dejaron transformar por la caridad divina y según ella moldearon su vida. En situaciones distintas y con diversos carismas, amaron al Señor con todo el corazón y al prójimo como a sí mismos» (Homilía, 23 de octubre de 2011).
Esta transformación no es principalmente fruto de una decisión o esfuerzo personal, sino de nuestra apertura a la gracia, en la oración y en los sacramentos. Estar en contacto con el amor apasionado de Dios nos lleva también a vivir la auténtica pasión por Cristo y por la salvación de las almas. Cuando oramos, crece nuestro entusiasmo por la misión. Como le sucedió a san Pablo; para él, predicar a Cristo era la ilusión que marcaba toda su vida. El entusiasmo no es un sentimiento superficial o pasajero, sino la actitud profunda y convencida de quien sabe lo que trae entre manos: un tesoro que no podemos guardar para nosotros mismos.
Humildad y confianza
La humildad es la puerta que nos permite entrar en la presencia de Dios. Sabemos que Dios se complace en las almas humildes y les concede su gracia. La humildad nos ayuda a vivir en la verdad y nos libra del amor propio, principal obstáculo para contemplar a Dios. Cuando acudimos con humildad a la oración, dejamos que Dios actúe en nosotros y con Él todo lo podemos.
La humildad nos ayuda a poner nuestra confianza en Dios y abandonar en sus manos nuestras inquietudes y dificultades. Decía el Papa en una de sus audiencias: «Dirigirse al Señor en la oración implica siempre un acto de confianza, con la conciencia de confiarse a un Dios que es bueno, rico en amor y fidelidad. […] Bajo la guía del Señor debemos estar seguros de que ésos son los senderos justos para nosotros, que Él nos guía, está siempre cerca y no nos faltará nada» (Audiencia, 5 de octubre de 2011).
Así, la humildad y la confianza son como las llaves que nos permiten entrar en ese dinamismo de contacto transformante con el corazón de Jesús que es la oración. Ante Él, cae todo lo que no sea de Él y nos libra del peligro del personalismo individualista. Si la humildad es la verdad con la que nos vemos a nosotros mismos, la verdad es lo que Dios ve en cada uno de nosotros: esa visión auténtica es un fruto de la oración porque es participación de esa visión divina. Pero esta sinceridad no lleva al desaliento, porque nos descubre que lo que se nos pide es confiar, echar las redes (cf. Mt 5, 5), ponernos y poner a los demás en situación de encontrarse con Jesús (cf. Mc 2, 3-12).
Cuando la oración es humilde, es también agradecida. Cristo mismo nos da muestra de ello cuando se dirige a su Padre: «Te doy gracias, Padre, porque Tú siempre me escuchas» (Jn 11, 41), «Gracias, Padre porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a los sencillos» (Mt 11, 25). La gratitud nos ayuda a reconocer la acción de Dios en nuestra vida, sus intervenciones en los pequeños o grandes acontecimientos. Para el alma agradecida, no pasan desapercibidos los dones de Dios, y por eso comunica paz y gozo, aún en medio de las oscuridades y pruebas de la vida. La gratitud, así, nos abre a la esperanza y nos hace sentir más cercana la presencia de Dios, «pues en realidad Él no está lejos, Tú eres el que hace que esté lejos. Ámalo y se te acercará: ámalo y habitará en ti» (San Agustín, Sermón 21, 3-4).
Súplica e intercesión
Con frecuencia nos acercamos a la oración para presentar a Dios nuestras necesidades o las de nuestros hermanos. Ante una prueba especial, una situación dolorosa o ante las dificultades cotidianas para vivir fielmente nuestra vocación cristiana, sabemos que en la oración encontraremos la paz del alma y la luz necesaria que ilumine nuestro camino. La verdadera oración nos enseña a reconocer el proyecto de amor que Dios tiene sobre nosotros en medio de esas situaciones inesperadas. Esa oración y apertura normalmente no dan una comprensión intelectual o un convencimiento racional que dé tranquilidad, sino más bien hacen que emerja experiencialmente una certeza de fe: Dios ha escogido la cruz como medio de Redención y nos asocia, de maneras muchas veces misteriosas, a esa dinámica. Nos hace ver el sentido del sufrimiento, a ejemplo de Cristo, que nos amó hasta el extremo.
Contemplar a Cristo crucificado nos deja sin palabras y nos llena de amor y gratitud.
En el Padrenuestro encontramos el modelo para presentar nuestras peticiones a Dios. Cuando acudimos a Él con pureza de intención, buscando agradarle en el cumplimiento de su voluntad para establecer su Reino, aprendemos a elevar nuestro corazón y a pedir como nos conviene. Descubrimos que sus caminos no son nuestros caminos, y que sus caminos son mucho mejores. Él conoce mejor que nosotros las cosas que necesitamos: al presentarlas con confianza nos disponemos a acoger mejor los dones que Él, Padre bueno, desea concedernos.
Dios se conmueve cuando pedimos por los demás. Sin duda que la mejor ayuda que podemos ofrecer a una persona es rezar por ella para acercarla a Dios. El Papa Benedicto, en la preparación para el encuentro de Asís, nos recordaba que la mejor contribución del cristiano para la paz en el mundo es la oración. Ante tantas situaciones que nos desconciertan y nos hacen sufrir porque son contrarias al plan de Dios, lo más importante es la oración. Es ahí donde aprendemos a entrar en el corazón de Dios y ver los problemas con sus ojos. Aprendemos a mirar el mal en el mundo con el corazón redentor de Cristo, que no vino a juzgar ni condenar sino a salvar.
La oración y la paz
Por otra parte, la oración también permite al Espíritu Santo concedernos sus frutos, los que san Pablo nos recuerda en su carta a los Gálatas: «En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5, 22-23). Hoy contemplamos a Cristo Rey del universo, pero, como nos recordaba Benedicto XVI recientemente, es «un rey manso que reina con la humildad y mansedumbre […], Él es rey de paz, gracias al poder de Dios, que es el poder del bien, el poder del amor. Es un rey que hará desaparecer los carros y los caballos de batalla, que quebrará los arcos de guerra; un rey que realiza la paz en la cruz, uniendo la tierra y el cielo y construyendo un puente fraterno entre todos los hombres» (Audiencia, 26 de octubre de 2011). Esos conflictos y guerras también anidan en el interior del corazón: allí también –por medio de la contemplación y el diálogo continuo– el Señor va poniendo paz y confortando. Así, en la medida en que nosotros mismos tenemos paz en el corazón, seremos «instrumentos de su paz» para nuestros hermanos, como pedía san Francisco de Asís.
Queridos amigos, he querido ponderar con ustedes y repetir temas que seguramente ya saben o viven, pero que nos hacen ir a lo esencial de la vida del apóstol y, por ello, conviene repasar y examinar dentro de ese mismo diálogo con Jesucristo. Que Él mismo haga fructificar estas ideas en sus almas y siga haciendo del Movimiento una familia unida en Cristo, en la que nos llena de confianza saber que tenemos a María como Madre, a cuya protección maternal nos acogemos.
Cuenten siempre con mis oraciones por todos ustedes. Afectísimo en Cristo y en el Movimiento.
Fuente: regnumchristi.org
El contenido de este artículo puede ser reproducido total o parcialmente en internet siempre y cuando se cite su autor y fuente originales: www.la-oracion.com y no se haga con fines de lucro.