Queridos amigos, hemos hablado en la anterior reflexión introductoria sobre el tema «antropología y vida de oración», sobre el valor de la fe en la vida del hombre y en la vida de la oración. En esta nueva reflexión, quiero comentar el número 145 del Catecismo de la Iglesia Católica que cita el capítulo 11 de la carta a los Hebreos, donde el autor de este escrito del Nuevo Testamento hace un elogio de la fe de los antepasados. El autor de esta carta quiere poner en evidencia cómo la fe ha sido una constante en la vida de los grandes personajes bíblicos y cómo ella ha sido una luz que los guiado es sus vidas. El primer gran ejemplo de fe es el patriarca Abraham.
Vivir en esta tierra como extranjero
El libro del Génesis nos describe en el capítulo 12 la vida de este hombre que vivía en Ur de los Caldeos, zona del actual Iraq. Allí, estando él ya asentado con su mujer Sara y con una gran cantidad de ganado que aseguraba humanamente su futuro, él oye de modo imprevisto la voz del Señor que irrumpe en su vida: «Vete de tu país, de tu patria, de la casa de tu padre, al país que yo te indicaré» (Gen 12, 1). Abraham obedeció a este mandato de Dios.
Dios irrumpe en la vida de los hombres como lo hizo en la vida de Abraham para proponerles un plan nuevo, un modo nuevo de organizar su vida, una serie de actitudes diferentes, nuevas a las que quizás no estaban acostumbrados. Esto nos dice algo fundamental para el ser y la vida del hombre: que nuestra existencia no es una construcción sólo nuestra, sino que hay un Ser que nos precede y que se dirige a nosotros para hacernos propuestas que no siempre entendemos. El premio Nobel de literatura mexicano, que se declaraba no creyente, afirmaba sin embargo de su propia vida: «Alguien me deletrea». El hombre debe aceptar con humildad este ser deletreado por alguien que no es él mismo. Ha de reconocer un don que le precede, el don de la vida y de la existencia de la cual él no es absolutamente dueño, aunque tenga la posibilidad de hacer ciertas opciones libres dentro de determinados márgenes.
La vida de oración: una forma de relacionarnos con Dios
Sin embargo el fondo de la existencia no es algo que el hombre se da a sí mismo, sino que lo recibe. Esto nos ayuda a entender que la vida de oración que no es sino una forma de relacionarse con Dios, una relación que el hombre no puede dominar y en la que no tiene una precisa carta de ruta con paradas ya prefijadas. La vida, la existencia parte de un punto que nadie domina, de un fondo de misterio y de sorpresa, de un don precedente. Por ello la vida del hombre se presenta como una respuesta a este don, como un reconocimiento de este misterio, como un abandono en quien le ha dado el don de la existencia.
Abraham vivió «como extranjero». Esta es también una condición existencial de la vida del ser humano. Somos extranjeros en la tierra. No tenemos aquí una demora permanente, sino que buscamos la futura. Vivir como extranjeros significa que vivimos con la conciencia de que buscamos nuestra patria y que originariamente procedemos de otro lugar. No nos quedaremos aquí eternamente. La oración nos ayuda a vivir con esta conciencia, de que nuestra morada terrena es provisoria. El carácter de provisoriedad es ínsito a nuestra condición humana. Sin embargo con frecuencia buscamos soluciones definitivas, lugares definitivos, demoras definitivas, allí donde lo definitivo no existe. El hombre que alimenta su fe con la oración vive como Abrahán sabiendo que lo definitivo no es de esta tierra, sino de la otra.
Esto hace vivir al cristiano con un cierto desapego pero al mismo tiempo él ama la tierra que es el teatro de su peregrinar. Conjugar una visión de eternidad con un compromiso por lo temporal es propio de nuestro quehacer como seres humanos y como cristianos. Saber armonizar ambas notas de nuestra existencia es propio de la sabiduría y la oración nos ayuda a encontrar esta sabiduría.
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