Las obras se convierten en una pasión para esa próxima víctima del demonio; él convertirá la pasión en fiebre. Le parecía insoportable el olvido de aquel tumulto de asuntos para recogerse; el demonio le sugiere que eso es horroroso, perfilando en su alma nuevos proyectos que disfraza muy hábilmente con el santo fin de la gloria de Dios y el bien de las almas. Y ese hombre, que poco tiempo antes estaba adornado de hábitos virtuosos, va ya de flaqueza en flaqueza, hasta poner el pie en una pendiente que es muy resbaladiza para poder evitar la caída. Y, hecho un desgraciado, persuadido de que toda esta agitación no es conforme al Corazón de Dios, se lanza más locamente que nunca en el torbellino, para ahogar sus remordimientos. Las faltas se acumulan fatalmente. Para esa alma, ya no es más que un escrúpulo despreciable lo que antes perturbaba su recta conciencia. No se recata en decir que es preciso saber ser de su tiempo y luchar contra los enemigos con iguales armas, y para ello preconiza las virtudes activas, despreciando lo que desdeñosamente califica de piedad de otra época. Y como las obras van prosperando y el público las elogia al ver nuevos éxitos, “Dios bendice nuestra obra”, exclama el alma engañada, por cuyos pecados tal vez llorarán mañana los ángeles del cielo. (Dom. J.B. Chautard, El alma de todo apostolado)