Así voy ahora, pues, recitando sin cesar la oración de Jesús, que me resulta más querida y más dulce que todas las cosas del mundo. A veces hago más de sesenta verstas en un día y no me doy cuenta de que camino; sólo siento que voy diciendo la oración. Cuando sopla un viento frío y violento, rezo la oración con más atención y en seguida entro en calor. Si el hambre es demasiada, invoco más a menudo el nombre de Jesucristo y no me acuerdo de haber tenido hambre. Si me siento enfermo y mi espalda o mis piernas comienzan a dolerme, me concentro en la oración y dejo de sentir el dolor. Cuando alguien me ofende, pienso tan sólo en la bienhechora oración de Jesús, y muy pronto desaparecen la ira o la pena y me olvido de todo. Mi espíritu se ha vuelto muy sencillo. Nada me preocupa, nada me da cuidado, nada exterior me distrae y quisiera estar siempre en la soledad; estoy habituado a no sentir sino una sola necesidad: rezar incesantemente la oración, y cuando lo hago así, una gran alegría invade todo mi ser. Dios sabe lo que sucede en mí.(Relatos de un Peregrino Ruso)