Es la escena maravillosa descrita en los Cantares: el Esposo introduce su mano en el postigo para tocar a la esposa y el corazón de ésta se estremece de amor. Se levanta para abrir al Amado: sus manos destilan la mirra y sus dedos están llenos de mirra purísima. Mas ¡ay! al abrir la puerta el Esposo se ha ido; lo busca y no lo halla, lo llama y no le responde. Sale en busca del que ama y, al recorrer fatigosamente la ciudad, le hieren los guardianes y la despojan del manto los vigilantes de las murallas. Sin cuidarse de nada, ella conjura a las hijas de Jerusalén para que si por ventura encuentran al Amado le digan que ella desfallece de amor. Hallará al Amado en el huerto de la contemplación, en el huerto embalsamado al que baja el Esposo a cortar azucenas. Mas la hora de la dulce entrevista no ha sonado aún; el alma enamorada necesita recorrer el largo y laborioso camino de la vida activa. «Los que anhelan, dice S. Gregorio, tomar la ciudadela de la contemplación, ejercítense primero en el campo de la acción». O más bien; el huerto donde se realiza la unión entre Dios y el alma es el fondo mismo del alma; mas para que baje a él el Amado es preciso que haya ahí el hondo silencio de los campos, que los frutos maduros esparzan su aroma delicioso y que los campos de azucenas atraigan al Amado con su limpia blancura. (El Espíritu Santo)