Bajo el influjo del don de piedad el alma es dulce, porque Dios lo es; porque Jesús apareció en la tierra lleno de mansedumbre, derramando sobre todos la suavidad misma de Dios, ungido con la mansedumbre de una víctima que no se quejó al ser inmolada y que rogó por sus verdugos en el ara del sacrificio. Hija de la luz, de la pureza y de la unción, la mansedumbre de la segunda bienaventuranza llena de dulce sosiego, porque dijo el Maestro: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y alcanzaréis el descanso para vuestras almas. Quien ha logrado esa perfecta dulzura es suave en su trato con Dios, a quien mira como Padre; suave en su trato con el prójimo, a quien considera como hermano; y suave con su propia alma, porque descubre en ella el resplandor del rostro de Dios y el soplo de los labios del Altísimo. ¿Quién podrá decir lo que favorece a la vida Espiritual esta suavidad que no está reñida con la fuerza, sino que es más bien una manifestación de ella? (El Espíritu Santo)