El dolor y la alegría, mensajeros del amor de Dios

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Es muy común en los principios de la vida Espiritual, cuando un alma se ha dado especialmente a Dios y quiere emprender el tortuoso, pero santísimo sendero que lleva a la perfección, que Nuestro Señor la llene de consuelos para atraerla, para robarle el corazón. Y cuando aquella alma le ha dado el corazón por completo, entonces Dios, con maestría inimitable, va apartando de aquella alma los consuelos para que venga el dolor y la desolación a realizar su obra sólida y fecunda. ¡Ah, si tuviéramos en nuestra alma mayor serenidad y en nuestro espíritu una fe más intensa, cómo recibiríamos de la mano de Dios con el mismo agradecimiento, con la misma paz, los consuelos y las penas! Porque si tuviéramos fe y serenidad, comprenderíamos perfectamente que todo lo que Dios nos manda, lo manda por nuestro bien; que así el dolor como la alegría son mensajeros de su amor eterno, y vienen envueltos en su ternura y realizan en nuestra vida la obra divina. Claro que a nuestra pobre naturaleza le acomoda mucho más el gozo que el dolor. Difícilmente alcanzamos a apreciar el valor de los sufrimientos y a sentir esta perfecta alegría que brota de ellos; es mucho más fácil recibir los consuelos y los gozos. Pero es preciso repetirlo: así las desolaciones como los consuelos vienen del amor, están envueltos en su ternura y producen la obra de Dios en nuestras almas. A las veces Nuestro Señor nos quita los consuelos porque así lo pide, por decirlo así, lógicamente el proceso de nuestra vida Espiritual. (El Espíritu Santo)